La Librería Fayad Jamís permite una interrelación entre los lectores y los autores, con el fin de promover la obra de los escritores cubanos (Foto: Maykel Paneque/ Uneac.org.cu).

Cuando el sabio Alejo Carpentier creó la Imprenta Nacional, el primer libro editado en cantidades industriales fue El Quijote. Por entonces el programa de la Televisión Española “A fondo”, conducido por José Soler Serrano, entrevistó al autor de El Siglo de las luces. En aquel intercambio, Carpentier abundó sobre el largo programa de ediciones y promoción que su empresa albergaba. En efecto, muchos recuerdan las enormes colecciones de lecturas clásicas y contemporáneas que, bajo el precio irrisorio de centavos, inundaron las librerías.

A ello hubo de sumarse la procedencia de libros de excelente factura de las editoriales de la Europa del Este, bajo el sello de MIR, Progreso y otras. La explosión editorial no tuvo límites, tampoco la voracidad de un público hambreado de conocimientos, el cual de pronto veía abiertos los senderos de la cultura. Un bibliobús iba prestando libros por los barrios de las ciudades y, sin que hubiera el fenómeno de las ferias, la gente iba a la escuela al campo y en los autobuses leyendo, de pie.

La obra editorial promovida por Carpentier desde casas como Ediciones R tendrá que ser estudiada y puesta en su justo valor, así como la formación de un personal competente para que en las salas de venta estuviera presente la acertada guía. Las librerías cubanas podían contarse como entre las mejores y más baratas del mundo, aquellas generaciones leyeron mucho y bueno.

Con el decurso de los años y el encarecimiento del papel y de la vida en general, hubo que elegir entre una novela y una libra de arroz. Lo perentorio de nuestra situación elevó el precio de los libros siempre por encima de los diez pesos y hasta cincuenta (a veces cien en el caso de ediciones de lujo).

La variedad se ha resentido, dar con clásicos enteros se tornó una utopía, junto a ello decayó el trabajo del librero. Ese vendedor que antes de 1959 era una figura marginal y de barrio, casi siempre viejo, ha vuelto a poblar nuestras calles, con libros de inicios de los años sesenta y más antiguos aún. Hasta ahí tiene que dirigirse el lector interesado, porque en las librerías estatales no se encuentra el texto preciso. Las editoras provinciales, si bien se desviven por promover el talento local, se equivocan no pocas veces y debieran jugársela a libros de salida más segura, de una demanda más veraz.

Otro tema peliagudo es la promoción de la lectura, tema que el propio Carpentier a través de talleres y cursos abordara. Acercarse a los libros no solo es cosa de escritores y periodistas, al contrario, hace a las personas mejores, los convierte en ciudadanos integrales, capaces de afrontar situaciones de alta complejidad. Por tanto, leer reduce el nivel de animalidad de la especie.

Cualquiera no puede ser librero, se necesitan conocimientos de marketing literario, profundas convicciones sobre el papel del libro en la vida, interés por la lectura. En otras palabras, se requiere de una calificación profesional para dar a conocer un texto de calidad. Por ejemplo, en la pasada Feria del Libro se reeditó un clásico inmenso de las letras hispanas: Bomarzo de Manuel Mujica Láinez, sin embargo, ello pasó sin penas ni glorias, al lado del bombo y platillo a libros de menos cuantía.

Fenómenos de ninguneo como el mentado se dan con frecuencia con libros clásicos y actuales. Muchas ediciones, tras una larga temporada de polvo, van a dar a basureros de materia prima para, en el mejor de los casos, reciclarse. Cabe preguntarse dónde queda el vínculo entre la comunidad y la librería, los contactos con las escuelas, la programación cultural que le es inherente a un centro de este tipo y que el poryecto social cubano tanto ha priorizado.

El caso de la Librería Fayad Jamís de la calle Obispo de La Habana es una excepción, que pudiera estudiarse y seguir en el resto de Cuba. Espacios de reflexión, crítica y promoción son allí habituales, no así en la mayoría de las ventas de libros del país, donde la actividad del trabajador se recluye a la comercialización y a cumplir un horario de trabajo. Cada ciudad del interior tiene una intelectualidad articulada esperando a que surjan estos espacios, no hay que esperar a las Ferias del Libro.

Cabe también la labor de estimular a los mejores libreros, a los centros que cumplan su cometido y en ello tiene mucho que ver el Centro Provincial del Libro, cuyo personal sabe de los bajos salarios que se obtienen en el sector. Ganando poco se entrega poco, el ciclo se muerde la cola, el dinero se va en ediciones sin vender y hasta en clásicos que pasan desapercibidos. Porque el interés por un buen libro no va solo en el libro mismo, sino en el contexto editorial que se genere.

En todo esto hay que aprender mucho de la década del sesenta y de la labor de Carpentier, volver a la semilla, estudiar, llevar a los especialistas a que empleen sus recursos en una mejor gestión editorial, vender más y más barato. Hay que darle al libro el lugar que corresponde en la sociedad, porque conocer es poder.

Lo otro es que el lector acceda menos a sucedáneos y más a las obras completas, no aspirar a que se conozca apenas un cuento de Poe sino toda su cuentística al menos. Porque las selecciones de textos no siempre son adecuadas, además de que no brindan una visión total y cultivadora del asunto. Ampliar el espectro y saberlo vender, hacer cultura desde lo literario, he ahí las claves.

Leer no es perder el tiempo, sino ganarlo para siempre: se nos alarga la vida y hasta vivimos muchas vidas cuando accedemos al libro.