Roberto Fernández Retamar cumpliría hoy 90 años. Foto: Ahmed Velázquez

Cuando casi todos sus contemporáneos vivían en el exilio o no podían hacer otra cosa que alimentarse de su propio escepticismo, no sin razón, justificado, él escribió Patrias y Elegía como un himno.

Desde el fondo, entre oscuras semillas, recogió la ceniza de Rubén Martínez Villena, la que permanece y habla. Y la esparció sobre sus versos para cantar, desde el borde de una estrella al hombre nuevo.

Mi generación creció pisándole los talones a la generación que encabezó Roberto Fernández Retamar. Su indiscutible liderazgo, debido, sobre todo, a su poesía, sus ensayos y papelería no tiene discusión. Roberto fue precursor de las ideas emancipadoras y descolonizadoras, que tuvieron su más alta expresión en el ya clásico ensayo Calibán, de 1971, que no es otra cosa que una defensa de la cultura popular y sus valores hegemónicos frente a un concepto totalmente espurio de civilización. Y contra el canon de la cultura oficial.

Iconoclasta, batallador, martiano y fidelista Roberto es una alegría sonora para la cultura de nuestro país. Universalmente sencillo, como lo calificó su amigo José Lezama Lima, su poesía coloquial alcanzó en versos como Y Fernández, una altura dramática estremecedora. De hecho, su obra empezó como un suspiro elegíaco para forjar un mundo alrededor de la esperanza. Citó a Mateo en el salmo 34: «No he venido para meter paz, sino espada». Fue verdaderamente un intelectual crítico, esa especie que parecía extinguirse a mediados del siglo xx y a la que él le insufló un nuevo aliento siguiendo el ejemplo de José Martí, Antonio Gramcsi y José Carlos Mariátegui.

Ya un aliento civil y revolucionario aparecía en sus versos. La certidumbre de la Patria era la única lengua para comprendernos. Y así lo escribió sobre las piedras, con palabras rotas quizás, pero arrancadas al corazón y a los huesos, algunos años después de aquel primer suspiro joven, cuando los ojos de nuestros muertos comenzaron a ver por nuestra cara, allí, donde ellos ya no están, en la sobrevida. Admiro su voluntad de estar siempre erguido, como una estatua vegetal, ante el deber que vence la muerte. En un estoicismo que borra los estragos de la melancolía, aun cuando ella le roce el alma y se la impregne de tatuajes erráticos e invisibles. Es entonces donde se muestra a plenitud su talla de poeta, echando a volar en aquelarre despedazado. Al llegar la poesía a su identidad medular, es decir, al centro de la tierra, su vacío alcanzó lo universal. Y ese combate es nuestra única verdadera salvación.

No quisiera recordar ahora una sola línea de lo que se ha escrito sobre su poesía. Temo que cualquier crítica quede por debajo de sus más profundas
intenciones y de la dimensión humana de su obra.

Siento horror por la semiótica, como los egipcios lo sentían por el vacío, porque ella no es capaz de apresar al macrocosmos, ocupada como está en captar el signo del sateloide. Y porque jamás admitiría que lo que más identifica a Roberto Fernández Retamar, es decir, su signo-escudo principal, es el de una torre solitaria. Cuando en 1966 el autor de Patrias publicó Poesía Reunida, el acontecimiento que fue esa antología resonó en todos los jóvenes de aquellos años.

Yo fui uno de ellos, el de «violenta poesía silvestre y curiosidad sabichosa», como él escribiera en la dedicatoria de uno de mis libros. Era ya su amigo fraterno y admirador. Y el joven poeta agradecido a quien había escrito las palabras de la rústica tapa de su primer poemario.

A él, a Pablo Armando Fernández, a Lisandro Otero, a Calvert Casey, agradeceré siempre la acogida que le dieron a mis versos. Ninguna palabra haría justicia para esta ocasión, sobre todo porque se trataba de un desconocido miembro de una dotación de investigadores de etnología cubana de la Biblioteca Nacional.

Yo no sé si la poesía mía se parece a la de Roberto o no. Pero si sé que La isla recuperada, una de las joyas más pulidas de la poesía cubana, les hizo mucho bien a mis primeros poemas de La piedra fina y el pavo real. Luego vino, al menos para mí, Historia antigua, en ese tono confesional tan necesario, tan inevitable en esos años.

Un coloquialismo con fuerte dosis de lírica íntima, valga la redundancia, pero alta como una atalaya desde donde se divisaban las venas del poeta atravesando la Isla.

Los innombrables, los increíbles estaban entre nosotros y Roberto lo decía con las palabras de la victrola del barrio, decantada en su lenguaje de hombre sensible y culto. No entiendo por qué cuando hoy se denosta al coloquialismo de aquellos años, que todos asumimos de una forma u otra, no se ponen los buenos ejemplos de esos poemas.

Los epígonos chatos no cuentan, dicho sea de paso, en las valoraciones definitivas. Aquella forma que nació con Rubén Darío y César Vallejo, con José Sacarías Tallet y Nicolás Guillén, se volvió arcilla de una época, símbolo de un lenguaje que pugnaba por salir, energía de lo nuevo.

De Roberto Fernández Retamar se pueden sacar muchas lecciones. Y una de las más importantes es la del acabado de sus versos, escritos en «un barrio roto y alegre, mientras sus dedos raramente sabios acarician la correosa piel de sus botas».

¡Qué bien que no soy crítico literario! Así, me atribuyo plenas facultades para decir lo que me da la gana sobre el poeta.

Rey pobre con corona grande, como él mismo escribiera

Ahora, permítanme decir que Retamar, como le conocen sus fans del Continente, está en la cresta de la tríada que forma junto con otros dos de sus contemporáneos. Como no es a ellos a quienes se les rinde hoy este homenaje no me veo obligado a decir sus nombres. Aunque imagino que cosquilleen ya en vuestros oídos.

Confieso mi alegría al decir estas palabras de homenaje a su poesía. Y también la emoción, pues sin ella no hay poema posible. Y yo quisiera terminar este elogio al amigo Roberto, qué digo, a Retamar, recordando que, aunque son muchas las palabras del idioma, «palabras grandes como animales, raras a veces y otras pequeñas y oscuras, hechas de piedra y de noche», es una sola, graciosa y solemne, de tierra y agua, la que necesito para afirmar que sin su poesía nuestra lírica habría adolecido, como un cuerpo mutilado, de un miembro vital. Por eso una palabra clama por salir de mi boca. ¡Moforibale en lucumí! ¡Gracias! En castellano.

Posdata aclaratoria: Es posible que a veces hayas sido demasiado profesoral como graznaban los longobardos, o demasiado antiprofesoral como bufaban los otomanos, pero te aseguro que ni los longobardos, ni los otomanos podrán jamás borrar de la literatura a un cronopio como tú. ¡Vive tranquilo tu merecida posteridad!