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Discurso de Ricardo Alarcón de Quesada,

Presidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular, en la Asamblea General de la ONU.

Noviembre 5 de 1997.


 Señor Presidente:

 

Hace seis años que la Asamblea General examina la necesidad de poner fin al bloqueo económico, comercial y financiero de Estados Unidos contra Cuba. Cinco resoluciones han sido aprobadas por amplísima mayoría pero Estados Unidos las ha ignorado y no ha cesado de adoptar nuevas medidas para reforzar el bloqueo y agregar nuevas violaciones a la soberanía de los demás. 

La arrogancia y el cinismo de esa política no encuentran paralelo.

En 1991, cuando el tema fue considerado por la primera vez, Washington llegó al extremo de afirmar que no existía el bloqueo. El 21 de agosto de ese año en un documento oficial aquí distribuido, el Departamento de Estado se atrevió a declarar: "Un bloqueo implica que los Estados Unidos están tomando medidas para impedir que otros países comercien con Cuba. Claramente, éste no es el caso".

La verdad es que para esa fecha Estados Unidos llevaba ya más de treinta años tomando medidas para impedir el comercio entre Cuba y otros países, que para ello había establecido mecanismos y regulaciones y emprendía acciones ilegales e injerencistas que no pocas veces habían generado las protestas y las contramedidas legítimas de otros países.

En 1992 la Asamblea General aprobó su primera Resolución reclamando el fin del bloqueo. Ese mismo año, Washington había promulgado la llamada Ley Torricelli que específicamente prohibe el comercio con Cuba a las empresas subsidiarias de compañías norteamericanas radicadas en otros países y excluye de entrar a puertos estadounidenses a barcos de cualquier bandera involucrados en transacciones con Cuba. En otras palabras, no sólo busca impedir el comercio entre Cuba y otros países sino que viola la soberanía de esos países. La inadmisible extraterritorialidad, contenida desde el principio en las regulaciones administrativas y en las acciones de sus funcionarios, adquiría carácter de ley, espuria en sí misma.

Cada año desde entonces, la Asamblea reitera su rechazo a una política que no sólo es el mayor crimen contra mi pueblo, que no se reduce a violentar groseramente las normas internacionales, es también una muestra evidente del más escandaloso irrespeto por los derechos, intereses y sentimientos de la humanidad incluyendo amplios sectores de Estados Unidos.

En respaldo de su conducta, Washington no puede citar a una sola organización intergubernamental, religiosa o sindical, a ella no se suma ningún otro gobierno, ni parlamento ni partido político, no la apoya ninguna institución, ninguna persona decente en parte alguna del planeta. Se multiplica el número y la diversidad de quienes en todas partes reclaman que se le ponga fin. Aumentan también las instituciones religiosas, empresarios y personalidades que en los propios Estados Unidos se suman al clamor universal.

Pero la respuesta de Washington no puede ser más recalcitrante.

En 1996, del fondo de las cavernas, surgió la llamada Ley Helms-Burton. Su infame texto niega la independencia de Cuba y proclama abiertamente el propósito de dominarla totalmente reviviendo los planes anexionistas de hace casi dos siglos. Ella codifica todas las regulaciones y prácticas que el mundo ha estado rechazando durante tres décadas e incorpora otras nuevas y más aberrantes en perjuicio de la legalidad internacional y los legítimos derechos de otros estados, sus empresas y ciudadanos.

Llegamos al año 1997 en circunstancias que obligan a la comunidad internacional a actuar con más energía, consecuentemente.

Desde que promulgó la Ley Helms-Burton, Estados Unidos practica la farsa más grotesca. Trata de aplicar un engendro que sabe es irracional e indefendible. Ante el rechazo internacional entabla negociaciones y asume compromisos que no intenta cumplir. Carentes de liderazgo, sus gobernantes reconocen que están sirviendo sólo los mezquinos intereses de un minúsculo grupo y pretenden que el resto del mundo los imite. Hace apenas un par de semanas, el Presidente Clinton, que se supone sea el líder de una superpotencia, admitió que esa política es responsabilidad de los elementos más extremistas de la ciudad de Miami.

Tarea penosa tienen los representantes de estados soberanos al tratar de negociar seriamente con quien acepta ser gozosa presa de una mafia municipal.

Y los hechos lo confirman. Anunciaron con gran fanfarria el entendimiento suscrito con la Unión Europea el pasado 11 de abril, pero nada han hecho para honrarlo. En aquella ocasión se comprometieron a tratar de conseguir algunas modificaciones menores a la mentada Ley, pero hasta ahora no han dado paso alguno en esa dirección. Por el contrario, en el curso de este año se han producido en el Congreso estadounidense numerosas enmiendas y otras propuestas que harían la Ley más inadmisible, algunas de ellas directamente contrarias a aquel entendimiento y otras que establecerían sanciones contra otros países buscando universalizar las medidas concebidas originalmente contra Cuba.

Cuba, obviamente, no es parte de las negociaciones que, según se afirma, tienen lugar alrededor de esa Ley y de su aplicación.

Sólo conocemos lo que de ellas trasciende, a veces, a la prensa. Nos vemos obligados, sin embargo, a hacer algunas precisiones.

La hostilidad norteamericana contra Cuba, incluyendo las primeras acciones en la guerra económica que nos impone, son anteriores a las nacionalizaciones llevadas a cabo por la Revolución cubana. Estas nacionalizaciones, además, fueron realizadas en plena conformidad con el derecho internacional y con nuestra legislación, contaron con el apoyo de todo el pueblo, no tuvieron un carácter arbitrario ni discriminatorio y respondían a hondas necesidades y al más legítimo interés de la nación. La legitimidad de esas nacionalizaciones fue reconocida por el Tribunal Supremo de los Estados Unidos en 1964, en una memorable decisión, en la que reiteró "Todo Estado soberano está obligado a respetar la independencia de cada uno de los otros Estados soberanos y los tribunales de un país no deben juzgar los actos del gobierno de otro país realizados dentro de su propio territorio"

Nuestras leyes previeron una adecuada y justa compensación a los antiguos propietarios, independientemente de su nacionalidad y esas leyes fueron aplicadas rigurosamente y siguen vigentes. Sobre la base de esas leyes el asunto fue resuelto satisfactoriamente con los otros estados involucrados. La única excepción fue Estados Unidos, y lo ha sido por la exclusiva responsabilidad de sus gobernantes y de nadie más.

Washington no tiene derecho alguno a hacer recaer sobre otros un problema que sólo existe por su ciega obcecación.

En realidad el bloqueo contra Cuba no fue concebido en defensa de los intereses de los antiguos propietarios estadounidenses.

Si así hubiera sido habrían aceptado nuestra soberanía y nuestras leyes como hicieron todos los demás estados y como hizo Estados Unidos con países socialistas, o que ha considerado enemigos, incluyendo estados cuya existencia no reconocía. El mantenimiento del bloqueo durante más de 30 años, lejos de beneficiar a aquellos ex-propietarios los perjudicó. Su intensificación ahora, con la nueva Ley, los convierte, directamente, en víctimas de quienes supuestamente representaban sus intereses.

Basta leer la Helms-Burton para comprender en provecho de quienes fue concebida, cuáles son los "propietarios" que la redactaron.

Junto con establecer un plan para la absorción colonial de Cuba, y atentar gravemente contra los derechos de otros estados, introduce un elemento que modifica radicalmente incluso la posición tradicional de Estados Unidos, la hace especialmente aborrecible para el pueblo cubano y debería motivar el rechazo más enérgico de los otros estados y de los propios empresarios norteamericanos afectados por ella.

La nueva posición de Washington no consiste ya en la supuesta defensa de aquellas personas que eran norteamericanas cuando fueron promulgadas en Cuba las leyes nacionalizadoras y que no fueron compensadas, de acuerdo a lo previsto en nuestras propias leyes, como consecuencia de la conducta de su gobierno. La nueva posición de Washington atribuye prerrogativas inexistentes a personas que eran cubanas cuando fueron objeto de nuestras leyes nacionalizadoras. Esta equiparación arbitraria constituye un absurdo jurídico, contradice las normas universales y las norteamericanas y viola la Constitución de Estados Unidos al conceder a un grupo especial de sus ciudadanos privilegios que no reconoce a los demás. Hay que decir que ya a ellos se les ha concedido una ventaja única al permitírseles reembolsar por la vía de reducciones en sus impuestos el alegado valor de propiedades que fueron nacionalizadas antes que hubiesen adquirido la residencia en los Estados Unidos. Se trata de un privilegio que nadie más ha recibido en la historia de este país y que ha convertido en sus tributarios a todos los demás contribuyentes durante varias décadas. ¿Cuántas veces habrán cobrado ya el valor de aquellas propiedades? ¿Que es lo que reclaman todavía?.

Pero la nueva posición de Washington va aún más allá: La camarilla batistiana, sus asesinos y torturadores, sus ladrones y testaferros, enriquecidos ilícitamente durante el régimen sangriento que comenzó a derrumbarse el 1ro. de enero de 1959, es la principal beneficiaria de esta vileza.

Esa fecha, repetida hasta el cansancio a lo largo del texto, es la clave para comprender el insondable abismo moral y la estupidez jurídica de la Helms-Burton. Según ella el feroz bloqueo que nos imponen continuaría hasta que los cubanos "devolviésemos" sus propiedades a quienes las perdieron el primero de enero de 1959 y los otros estados y sus súbditos serían castigados si establecen vínculos económicos con esas propiedades.

Conviene hacer algunas precisiones históricas. La primera ley revolucionaria cubana que implicó nacionalización de propiedades fue la Ley de Reforma Agraria promulgada el 17 de mayo de 1959.

El primero de enero de 1959 no fue dictada ninguna ley revolucionaria. El primero de enero de 1959 la Revolución Cubana no había conquistado el poder, enfrentaba aún los intentos norteamericanos de salvar al viejo régimen, y para impedirlo, el pueblo convocado por Fidel Castro iniciaba la huelga general que culminaría con la victoria varios días después.

Lo que ocurrió ese día fue la fuga del tirano y de sus principales colaboradores y su reemplazo por una junta militar que buscaba evitar el triunfo pleno del pueblo.

Los fugados habían saqueado el tesoro público y dejaron atrás, abandonadas, tierras, fábricas y otras empresas de las que se habían apropiado ilegalmente, abusando del poder, mediante el robo y empleando muchas veces la violencia.

A esa pandilla la describía así el New York Times en un editorial del 3 de enero de 1959: "sádicos y pervertidos en altos cargos y en el mundo de los negocios que se enriquecieron mediante el latrocinio y la corrupción".

Esos bandidos, que controlaban completamente el juego ilícito y el negocio de la prostitución, se apoderaron también de los recursos estatales, y además se hicieron dueños de numerosas fincas agropecuarias y terrenos urbanos, de centrales azucareros, bancos e instituciones financieras, de la casi totalidad de la industria textil, de la química, del acero y de la construcción.

La expropiación de esos bienes malhabidos, en realidad su recuperación por la nación, fue un acto de justicia respaldado plenamente por toda la sociedad cubana sin excepción. No hubo entonces protesta o queja alguna de ningún gobierno extranjero.

Estados Unidos acogería después a esas personas, las protegería y las convertiría hasta hoy, en su principal instrumento contra la Revolución Cubana.

Washington proclama ahora abiertamente, con desvergonzada osadía, su identificación con una tiranía que existió sólo por su apoyo en todos los terrenos. Pero obligar al mundo a que también lo haga, a estas alturas, es, por decir lo menos, la más indigna aberración. Pretender amparar a tales delincuentes con "los derechos de propiedad" es una afrenta a la decencia humana, un insulto a los empresarios honestos. Condicionar a ello la solución del diferendo bilateral con Cuba es también sacrificar los legítimos intereses del pueblo y las empresas de Estados Unidos.

 

Señor Presidente:

 

Es urgente la necesidad de poner fin a la arbitrariedad norteamericana. Si bien ella alcanza su mayor intensidad contra Cuba, a la que intenta asfixiar con un bloqueo total, hoy se multiplican las sanciones económicas que Washington impone unilateralmente contra otros países. De acuerdo con datos publicados por la Asociación Nacional de Industriales de este país, entre 1993 y 1996 Estados Unidos ha impuesto 61 sanciones de ese tipo contra 35 países. A ellas se suman unas 40 medidas similares dictadas por gobiernos estaduales y locales contra 18 países. Actualmente el 42% de la población mundial vive en países que son objeto de esta práctica contraria al sistema mundial de comercio.

¿Hasta dónde llegará una política que agrede a todos? ¿Hasta cuándo habrá que soportarla?

Mi delegación confía en la capacidad del mundo para enfrentarla. El voto que emitirá esta Asamblea servirá para confirmar, una vez más, que son muchos los que están dispuestos a defender los principios de la justicia y del respeto entre las naciones.

El pueblo cubano seguirá resistiendo y jamás se doblegará ante los bárbaros que buscan aniquilarlo. Es grande el desafío que encaramos pero mayor es y será nuestra voluntad para preservar la independencia y la justicia conquistadas al cabo de largos años de lucha y de incontables sacrificios de sucesivas generaciones de cubanos.

Nadie arrebatará a los cubanos sus viviendas, sus tierras, sus fábricas, sus escuelas, sus hospitales. Nadie los despojará de sus bienes ni de sus derechos. Jamás regresarán los verdugos y explotadores, que fueron derrotados definitivamente y para siempre. Cuba no es y nunca será una posesión colonial de Estados Unidos.

El próximo año se cumplirá un siglo de la invasión militar que robó a Cuba su independencia y le impuso una dominación que terminó de una vez por todas, en enero de 1959. Es hora ya que despierten quienes en Washington deliran aún sueños imperiales.

Declaración de S.E. Sr. Ricardo Alarcón de Quesada, presidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular de la República de Cuba, al ejercer el derecho a la réplica sobre el Tema 30: Necesidad de poner fin al Embargo Económico, Comercial y Financiero impuesto por los Estados de América contra Cuba, en el plenario de la 52da. Asamblea General de las Naciones Unidas.

Miércoles, 5 de noviembre de 1997.

Señor Presidente:

 

Asistimos a la manifestación más reciente de la democracia estilo Washington. El Representante de Estados Unidos ha anunciado lo que ya todos sabíamos: que su Gobierno no va a respetar la sexta Resolución que por amplísima mayoría reclama el fin del bloqueo a Cuba.

Una vez más nos hace saber que seguirá practicando una política rechazada por la Asamblea General porque viola el Derecho Internacional y la soberanía de los demás países y atenta contra los legítimos intereses y las prerrogativas de otros Estados y sus ciudadanos.

Inevitablemente quien de ese modo desafía al mundo entero tiene también que ofender la inteligencia humana. Su lenguaje, como ya había advertido el Eclesiastés, debe moverse entre la necedad y el desvarío.

En el mismo discurso en que hace referencia a la Carta de San Francisco nos dice que seguirá la arbitrariedad, que continuarán las medidas extraterritoriales y las acciones ilegales que contradicen esa misma Carta.

Habla de derechos humanos mientras niega el derecho a la vida a los II millones de cubanos, y tiene el cinismo de mencionar una falsa,

inexistente, "asistencia humanitaria el mismo Gobierno que impide que lleguen a Cuba, a sus niños a sus ancianos, a sus mujeres, a sus enfermos, medicinas y equipos médicos indispensables.

Este crimen contra todo un pueblo lo cometen, además, en nombre de la "democracia".

Creídos de que pueden gobernar el pIaneta pretenden obligar a los demás a copiar su sistema político y establecerlo como dogma universal.

La democracia por imposición, forzada con bloqueos, con amenazas y presiones, parece ser el último artefacto inventado por la sociedad de consumo.

Curiosamente quienes presionan al resto del mundo para que copie su modelo, tienen crecientes dificultades para convencer de sus virtudes a sus propios ciudadanos que engrosan las siempre más numerosas filas de los que no creen, los que no votan, los que no participan en un sistema caracterizado, cada vez más, por la mercantilización de la política y la corrupción de los políticos. La idea del gobierno por el pueblo y para el pueblo duerme profundo sueño, sepultada bajo impenetrable nata de dólares en la alcoba de Lincoln.

El sistema político de Cuba, es exclusivamente nuestro y existe por los cubanos y para los cubanos. En él es el propio pueblo el que selecciona los candidatos y entre ellos elige a sus representantes, controla su labor y los revoca cuando Io estima necesario. En mi país los políticos no son objeto de subastas, no conocemos la compraventa de votos, ni el alquiler de candidatos ni el soborno y la corrupción que exhala por todos los poros el sistema estadounidense, ese que pretenden extender a Cuba después que hubiesen aniquilado al pueblo y liquidado a la nación.

La democracia cubana no se limita a la genuina participación ciudadana en el proceso electoral. El pueblo es protagonista principal en la dirección y control de la sociedad ninguna decisión de importancia nacional ha sido adoptada sin previa discusión y aprobación por el conjunto de la población, como ocurre cada día en las fábricas, en las granjas, en los centros de estudios, en las comunidades, respecto a todos los problemas y cuestiones que les conciernen.

No intentamos presentarnos como modelo. Respetamos el derecho de los demás a desarrollar su propio sistema con la misma energía con que exigimos que se respete el nuestro. Quien crea sinceramente en la democracia no puede tener otra actitud y debe luchar por la democratización de las relaciones internacionales, por la eliminación de toda manifestación de hegemonismo y prepotencia y por el pleno respeto a la independencia nacional, a la igualdad soberana de los estados y a la no intervención en sus asuntos internos.

Las relaciones entre los estados tienen que fundamentarse en el estricto respeto a esos principios. Cualquier vacilación, cualquier inconsecuencia termina por perjudicarlos a todos.

La guerra económica desatada por Estados Unidos contra Cuba desde comienzos de la década de los años sesenta lo llevó a establecer regulaciones de carácter extraterritorial y a emprender acciones francamente injerencistas contra las que se pronunciaron, desde entonces, sus principales aliados y socios comerciales. Pese a ello, Washington las amplió y adoptó, hace cinco años, un texto significativamente denominado «Ley para la Democracia Cubana» cuyo contenido principal fue prohibir a empresas incorporadas legalmente fuera de Estados Unidos, todo comercio con Cuba y esta prohibición fue cumplida, en perjuicio nuestro, pero menoscabando asimismo la soberanía de sus principales aliados. Ahora, manchando otra vez el nombre de la democracia con la Helms-Burton, busca estrangular a Cuba pero para hacerlo se arroga la facultad de prohibir las inversiones de otros países, les imponen sus normas arbitrarias y además castiga de modo absurdo e ilegal a sus empresas, a sus empresarios y a sus familiares.

Cometería un grave error quien pensase en la posibilidad de llegar a acuerdos con Estados Unidos sacrificando los principios en el caso de Cuba. La experiencia indica todo lo contrario. Sólo una actitud consecuente y firme podrá obligar a Washington a entrar en razón. En los últimos tres años, mientras incrementaba su bloqueo a Cuba, Estados Unidos ha multiplicado también sus sanciones unilaterales contra otros países, adoptando en ese período un numero igual al de todas las que aplicaba desde la Segunda Guerra Mundial. Esta conducta irracional daña también a Estados Unidos. Una encuesta recién realizada entre grandes empresas transnacionales estadounidenses y europeas indica que, como consecuencias de esta política, el 94% de las primeras fue perjudicado en sus operaciones globales y el 83% vio afectadas sus actividades aquí. En cuanto a las europeas, el 70% señaló que se verían forzadas a reducir sus inversiones en Estados Unidos y el 65% que tendrían que reducir empleos en este país.

La extraterritorialidad se ha convertido en una nueva forma de agresión externa, sus armas son leyes, regulaciones y prácticas dictadas por la insolencia y la estulticia. No la detendría, por cierto, si resucitase, el espíritu de Munich.

El Derecho Internacional rige para todos y se aplica universalmente o termina por no regir para nadie, si se le permite a un solo estado pisotearlo caprichosamente. La soberanía es una condición irrenunciable e intangible de los estados. Se ejerce cabalmente, sin admitir intrusiones legales, o se corre el riesgo de perderla totalmente.

Sólo a los pueblos sometidos al colonialismo pueden las metrópolis imponerles sus instituciones y sus valores. La mentalidad colonialista y el hegemonismo no tienen nada que ver con la democracia, son esencialmente antidemocráticos. Como lo son también las tendencias a condicionar las relaciones con los pueblos del sur a su disposición a calcar las formas institucionales de quienes, con exagerada inmodestia y evidente inexactitud, se imaginan poseedores de la verdad absoluta.

Cuba es y seguirá siendo un país plenamente soberano e independiente. Por serlo es que se le somete a la guerra económica más implacable y prolongada. Pero esa guerra fracasará porque nada podrá derrotar jamás a un pueblo emancipado, dueño real de su país y de su destino, protagonista verdadero de su socialismo, de su democracia.

Nueva York, 5 de noviembre de 1997

 

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