DISCURSO PRONUNCIADO POR EL COMANDANTE EN JEFE FIDEL CASTRO RUZ, PRIMER SECRETARIO DEL COMITE CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA Y PRESIDENTE DE LOS CONSEJOS DE ESTADO Y DE MINISTROS, EN LA SESION INAUGURAL DE LA VI REUNION MINISTERIAL DEL GRUPO DE LOS 77, PREPARATORIA DE LA VII UNCTAD. PALACIO DE LAS CONVENCIONES, 20 DE ABRIL DE 1987, "AÑO 29 DE LA REVOLUCION".

(VERSIONES TAQUIGRAFICAS - CONSEJO DE ESTADO)

Estimado Presidente;

Estimados representantes de los organismos internacionales;

Distinguidas delegaciones de los países miembros del Grupo de los 77;

Distinguidos invitados:

Constituye para Cuba un alto honor ser sede de esta VI Reunión Ministerial del Grupo de los 77, preparatoria de la VII UNCTAD que se efectuará próximamente en Ginebra. Permítaseme expresar la voluntad invariable de Cuba de contribuir con todo su empeño al mejor desenvolvimiento y al más fructífero resultado de nuestras deliberaciones, en el marco de la necesaria unidad y la colaboración que imponen a nuestros países las difíciles condiciones derivadas de la actual situación económica mundial.

Esta reunión del Grupo de los 77 tiene lugar en momentos que pueden calificarse como decisivos para sus países miembros. Aunque la crisis económica y social ha acompañado permanentemente al subdesarrollo en su trayectoria histórica, nunca alcanzó tal gravedad y profundidad. Nunca se habían acumulado sobre los países del Tercer Mundo tantos factores adversos que los colocan en los límites extremos de una mera y precaria subsistencia. Nunca el acceso al desarrollo ha sido tan bloqueado por el injusto y caduco orden económico internacional que impera en el mundo.

En la VI reunión de la UNCTAD de Belgrado, el año 1983, se manifestó claramente la posición de la actual administración norteamericana de rechazar las negociaciones globales, y desestimar a la UNCTAD como foro negociador, llegando incluso a boicotear este importante órgano de las Naciones Unidas. Se puso allí una vez más en evidencia que Estados Unidos, por un lado, no cesa de proclamar las supuestas excelencias del mercado y, por otro, tampoco cesa de imponer injustas y unilaterales medidas proteccionistas, así como severas políticas de ajuste de corte monetarista.

Los países del Tercer Mundo han cargado con el peso fundamental de la crisis económica capitalista de los años 80, y la evolución de sus economías durante este período ha sido trágica. El índice de precios de los productos básicos cayó a uno de los niveles más bajos de todos los tiempos. El deterioro de la relación de intercambio se agravó, y si el déficit de las cuentas corrientes de la balanza de pagos de un número de países no exportadores de petróleo se redujo de manera sustancial, ello fue a base de sacrificar importaciones esenciales para el desarrollo, la producción y el consumo, mientras el superávit de los países exportadores de petróleo se transformó en un déficit que subía aceleradamente. Y en estos años la carga de la deuda externa se convirtió en el problema más agobiante de nuestros sufridos y explotados países.

Se hicieron más evidentes que nunca los paradójicos fenómenos que venían ya perfilándose en la economía mundial, que revelan claramente lo absurdo e irracional del orden económico internacional existente.

En estos cruciales años, la potencia capitalista más poderosa y de más recursos de todos los tiempos se ha permitido el lujo de vivir parasitariamente a costa de los ahorros del resto del mundo, que no solo se ha visto obligado a financiarle déficit fiscales y comerciales como jamás se habían conocido, sino también una carrera armamentista que no tiene paralelo en la historia.

Los efectos de la crisis y de las negativas políticas económicas de las ricas potencias capitalistas han conducido al mundo a una encrucijada de la que no se sabe cómo salir. Se pretende que en buena medida su precio sea costeado por los países del Tercer Mundo, los menos desarrollados económicamente y los más pobres, los que no tienen, por cierto, ninguna responsabilidad histórica con esa crisis.

Estamos siendo testigos de una tendencia proteccionista sin precedentes en el seno de los países capitalistas desarrollados, que va desmantelando todo el régimen multilateralista iniciado en la posguerra y que había facilitado considerablemente la liberalización del comercio mundial. Ello ocurre en el momento preciso en que más necesidad tienen nuestros países de impulsar sus exportaciones y cuando más imprescindibles son las políticas de cooperación en un mundo tan interdependiente como el actual.

Los países de economía subdesarrollada, acreedores históricos —moral y materialmente— del mundo capitalista desarrollado, del cual fuimos colonias y suministradores de fuerza de trabajo esclava durante siglos, como supuestos deudores y como víctimas de un despiadado intercambio desigual nos hemos convertido de nuevo en financiadores de ese mundo desarrollado y rico.

En el terreno monetario-financiero, la VII UNCTAD enfrentará una situación más crítica aún que la que fue analizada en Belgrado. El desorden y la anarquía en el sistema monetario internacional capitalista han continuado. Los sucesivos programas de regulación del sistema intentados en los últimos años han fracasado. Estados Unidos continúa manejando la cotización del dólar en función exclusiva de sus propios intereses, aprovechando sin escrúpulos el papel que esta moneda desempeña en la economía mundial, sin importarle los inevitables efectos de tales medidas para el resto del mundo.

Con los dólares sobrevaluados, sufrieron nuestros países el aumento de los costos del servicio de la deuda nominada en dólares que debía pagar el Tercer Mundo. Con los dólares devaluados, han perdido valor las reservas monetarias de estos países nominadas en esa moneda, se ha reducido la cotización de los productos que venden en dólares y se han encarecido las compras que realizan en Europa Occidental y Japón. Una fábula de Esopo, solo que en vez de lo bueno y malo de cada cosa, todo es malo para nosotros.

Por otra parte, si bien en los países capitalistas desarrollados ha caído la tasa de interés nominal, se mantiene alta la tasa de interés real, por cuanto también ha descendido su tasa de inflación en estos años. No obstante, aunque los efectos de este descenso han sido positivos para los países subdesarrollados en términos del pago del servicio de la deuda, esos efectos se han visto anulados con creces por factores tales como la caída de los precios de los productos básicos, el dumping y las medidas proteccionistas aplicadas por los países capitalistas desarrollados.

En los países del Tercer Mundo, a diferencia de los países desarrollados de economía de mercado, la inflación continuó en ascenso, a pesar de los programas de ajuste aplicados. Para el conjunto de estos países el índice inflacionario pasó del 65,1% en 1983 al 152,4% en 1985.

En el ámbito financiero, transcurridos los años en que el llamado exceso de liquidez propició la afluencia de capital de préstamo al Tercer Mundo, en busca de las ganancias que no encontraba en otras partes, el flujo de recursos financieros a los países subdesarrollados no solo ha disminuido drásticamente, sino que el Tercer Mundo se ha convertido en exportador neto de capital a los países desarrollados. Así, por ejemplo, el conjunto de países subdesarrollados, que había recibido 10 400 000 000 de dólares netos en 1982, año anterior a la UNCTAD de Belgrado, transfirió a los países desarrollados 31 000 000 000 de capital neto en 1985. Para citar el ejemplo concreto de nuestra región, América Latina y el Caribe transfirió capitales netos por 16 700 000 000 de dólares en 1982, 25 900 000 000 en 1983, 23 200 000 000 en 1984, 30 000 000 000 en 1985 y 23 200 000 000 en 1986. Casi 120 000 000 000 de dólares en sólo cinco años.

Esto, por supuesto, no incluye las pérdidas por el deterioro del intercambio y la fuga de capitales.

Un tema que ya en 1983 y desde antes concitaba la preocupación de muchos, era el nivel de endeudamiento externo alcanzado por el Tercer Mundo y el creciente despojo de recursos financieros a que eran sometidos nuestros pueblos para poder pagar el servicio de esa deuda. La situación desde entonces se ha agravado de manera dramática. Lo que algunos calificaron de predicciones de tono catastrófico, son amargas realidades del presente. La impagabilidad de esa deuda, que parecía una lejana posibilidad de entonces, es un hecho que hoy ya nadie discute.

Esa deuda ha crecido de 871 000 000 000 de dólares en 1983 a poco más de un millón de millones en 1986, en tanto que su servicio anual se elevó de 88 767 000 000 a un estimado superior a los 118 000 000 000 en el mismo período. Es ya tal su magnitud que si nos olvidáramos de las terribles realidades y empezáramos a soñar, por ejemplo, que se concedan 20 años de gracia para la amortización del capital, se mantenga fija la tasa de interés al nivel actual del 6%, se limite el pago de intereses al 10% del valor de las exportaciones, que éstas, a su vez, crecieran un promedio anual insólito del 10% durante 20 años consecutivos y no se incrementara en un solo centavo la actual deuda, al término de ese período los países del Tercer Mundo habrían pagado una cantidad superior al monto total actual de la deuda y seguirían teniendo una deuda aproximadamente igual a la actual.

Esto significa que ni siquiera en sueños la deuda es pagable.

Si en el esfuerzo por pagar el servicio de la deuda se han obtenido en ocasiones saldos comerciales positivos, ha sido a costa de restringir hasta niveles de subsistencia nuestras importaciones, porque los precios de los productos que exportamos se han desplomado en estos años y los mercados donde los vendíamos se nos han cerrado tras fuertes barreras proteccionistas por los mismos que nos exigen un pago puntual y en orden de nuestras obligaciones. Si mientras más pagamos más debemos, es porque manipulaciones monetarias acordadas entre las grandes potencias capitalistas nos despojan de nuestros escasos recursos, porque la banca transnacional nos cierra los créditos cuando más falta nos hacen, o los conceden en condiciones que nada tendrían que envidiar a la usura medieval.

Las políticas aplicadas por el Fondo Monetario Internacional y por el Banco Mundial, a pesar de proclamados cambios supuestamente enfilados a suavizar la actitud de esas instituciones financieras del imperialismo, han continuado persiguiendo en los últimos cuatro años la aplicación de políticas de ajuste encaminadas, por sobre cualquier otra consideración o costo, a asegurar el pago del servicio de la deuda por parte del mundo económicamente subdesarrollado. Las reuniones conjuntas del FMI y el Banco Mundial han sido aprovechadas también para lanzar iniciativas como el denominado Plan Baker, dirigido a propiciar la mejor explotación del Tercer Mundo bajo la cobertura de una pretendida ayuda financiera adicional a un grupo seleccionado de deudores.

La persistencia de los enfoques tradicionales se ha puesto de manifiesto recientemente en la reunión de primavera del Comité Interino del FMI, donde las demandas del Grupo de los 24 fueron una vez más ignoradas, y solo se ha aceptado una hipotética revisión de algunos aspectos de la condicionalidad que aplica el FMI en sus créditos. Si algo nuevo se ha pretendido en esa reunión es convertir el cobro de la deuda en una versión moderna del embargo de nuestras mermadas riquezas, a través del llamado proceso de capitalización de la deuda.

Ya no basta que renegociemos nuestros pagos a costa de hipotecar nuestro futuro. Ya no se trata solamente del saqueo de los recursos financieros que no tenemos. Ahora lo que se pretende es robarnos también nuestras empresas, nuestras tierras, nuestras industrias, nuestras minas, que pasarían a ser propiedades extranjeras. Se perdería el control de la economía del país, y el pago de jugosas ganancias a las transnacionales ocuparía el lugar del pago de los intereses de la deuda. Y todo ello enmarcado con inaudito cinismo en una flamante visión que proclama pagar la deuda asegurando al mismo tiempo el desarrollo. La "capitalización de la deuda" muestra elocuentemente hasta dónde son capaces de llegar estos acreedores sin escrúpulos que nos dieron monedas devaluadas para cobrarnos después las mismas monedas sobrevaluadas, que manejan a su antojo las tasas de interés, que manipulan los precios de nuestros productos y nos cierran los mercados, que nos explotan por todos los medios a su alcance, y que ahora también quieren apoderarse directamente de nuestras riquezas nacionales.

Hoy, en medio de esta crisis sin precedentes, el comercio internacional —tema de tradicional atención en las deliberaciones de la UNCTAD— está marcado por tres elementos gravemente adversos para nuestros países: el derrumbe de los precios de los productos básicos, el ahondamiento del intercambio desigual y el crecimiento del proteccionismo.

Los productos básicos, que siguen representando las dos terceras partes de los ingresos de exportación del Tercer Mundo, han sufrido en los últimos años un auténtico desplome de precios que supone una catástrofe económica para la gran mayoría de países que dependen de ellos. Entre 1980 y 1986 el índice de precios reales calculado para los productos básicos por el Banco Mundial cayó en un 30%, para alcanzar el nivel más bajo desde la crisis de los años 30.

A fines de 1985 se calculaba que los descensos de precios de productos básicos ocurridos solo en ese año, representaron una transferencia de 65 000 000 000 de dólares que los empobrecidos y endeudados países del Tercer Mundo habían hecho a los países capitalistas desarrollados, lo cual significaba un aporte equivalente a la cuarta parte de la tasa anual de crecimiento que en ese año tuvieron estos países.

En esta desastrosa situación, ocurrida en momentos en que se necesitan con mayor urgencia los ingresos de exportación para hacer frente a la crisis, ha desempeñado un papel indudable la reducción de la demanda en estrecha relación con la política recesiva impuesta por Estados Unidos, pero también continúa actuando con fuerza el control de las empresas transnacionales sobre la comercialización de los productos básicos, incluido el transporte. Ese control alcanza porcentajes superiores al 80% de lo comercializado en la gran mayoría de estos productos, e incluso al 90% en algunos de ellos.

Al brusco descenso de los precios de los productos básicos, se añade la violenta reducción del poder de compra de las exportaciones de esos productos, debido al aumento de precios de las manufacturas que importamos, lo cual conforma ese perverso fenómeno llamado intercambio desigual que por si solo bastaría para demostrar que los países del Tercer Mundo son verdaderos acreedores si se considera lo que les ha sido arrebatado por este concepto.

En 1983, al presentar nuestro informe ante la VII Cumbre del Movimiento de Países No Alineados, pusimos algunos ejemplos que ilustran la acción del intercambio desigual en el período entre 1959 y 1982. Permítaseme retomar esos ejemplos y actualizarlos con los datos más recientes para mostrar cómo en los últimos cinco años la situación se ha agravado de manera alarmante:

En 1959, con los ingresos obtenidos por la venta de 24 toneladas de azúcar podía comprarse un tractor de 60 caballos de fuerza. A fines de 1982 eran necesarias 115 toneladas de azúcar para adquirir el mismo tractor. En 1987 se necesitan ya 133 toneladas.

En 1959, con los ingresos obtenidos por la venta de 6 toneladas de fibra de yute podía comprarse un camión de 7-8 toneladas. A fines de 1982 eran necesarias 26 toneladas de yute para adquirir el mismo camión. En 1987 hay que disponer ya de casi 54 toneladas.

En 1959, con los ingresos obtenidos por la venta de una tonelada de alambrón de cobre podían comprarse 39 tubos de rayos X para uso médico. A fines de 1982 con esa misma tonelada solo podían adquirirse 3 tubos de rayos X. En 1987 no alcanza ya ni para comprar uno solo.

El propio Fondo Monetario Internacional ha estimado recientemente que solo en 1986 el Tercer Mundo perdió alrededor de 100 000 000 000 de dólares a causa del intercambio desigual.

Los bienes exportados por el Tercer Mundo son producidos muchas veces sin mecanización alguna, en jornadas de trabajo de 12 a 14 horas con empleo de hombres, mujeres, ancianos y niños, con salarios de hambre, sin asistencia médica, sin subsidio de desempleo, con promedios de vida a veces inferiores a 40 años, sin ninguna educación, sin esperanza alguna. Esos bienes se intercambian por productos industriales elaborados con alta tecnología, grandes dividendos empresariales, elevados salarios, de modo que con los precios que nos cobran pagamos las ganancias de las empresas, los altos salarios, los impuestos, el subsidio al desempleo, la jubilación, los beneficios sociales, la publicidad comercial y hasta parte de los gastos militares.

Por otra parte, el proteccionismo continúa creciendo en forma desenfrenada. Se calcula por Naciones Unidas que alrededor del 50% de las exportaciones latinoamericanas enfrentan algún tipo de restricción en Estados Unidos, la Comunidad Económica Europea y Japón. Entre 1980 y 1985 Estados Unidos y la Comunidad Económica Europea han gastado unos 60 000 000 000 de dólares cada uno para subsidiar y sostener precios de productos agrícolas, en tanto que Japón gastó unos 51 000 000 000 entre 1980 y 1983. Una amplia gama de exportaciones tales como textiles, calzado, acero, electrodomésticos y una gran cantidad de productos agrícolas, se enfrentan a una tupida red de barreras proteccionistas.

Un ejemplo cruel de proteccionismo, de influencia de las transnacionales sobre la suerte de numerosos países exportadores y de aplicación de subsidios, lo constituye el tratamiento recibido por el azúcar. En 1981 Estados Unidos importaba 5 000 000 de toneladas de azúcar. En 1986 importó menos de un millón y medio de toneladas. Este violento cierre del mercado azucarero de Estados Unidos ha estado relacionado con decisiones tomadas por un pequeño número de empresas monopolistas, sin tomar en absoluto en consideración la ruina a que condenaban a sus tradicionales abastecedores al pasar de la utilización del azúcar a la de otros edulcorantes. Por su parte, la Comunidad Económica Europea se convirtió en un corto plazo, de fuerte importador de azúcar, en gran exportador que reclama 5 000 000 de toneladas en el mercado mundial, y que con sus pretensiones contribuye inescrupulosamente a hacer fracasar la renovación del convenio internacional del azúcar. Todo ello mediante la aplicación de subsidios a sus ineficientes productores y la rígida presencia de barreras proteccionistas.

Un número adicional de productos básicos están amenazados de ser sustituidos por productos químicos, como ocurrió con las fibras, el caucho y otros, arrastrando a la ruina a los países exportadores. La injusticia del actual orden económico internacional aparece aquí al desnudo. Un país desarrollado o un grupo de ellos adopta abruptamente una decisión que condena al hambre a millones de personas. Esto es sencillamente inhumano e intolerable. Es necesario luchar por el establecimiento de normas internacionales que regulen la introducción de los productos sustitutivos, definiendo las reglas a aplicar, las condiciones, el tiempo imprescindible para que los países afectados puedan reorientar sus exportaciones o transformar la estructura de ellas, y la colaboración necesaria para hacerlo.

La actual Ley de Comercio de Estados Unidos mezcla la retórica sobre la llamada "magia" del mercado con agresivas disposiciones proteccionistas, y es importante no solo por el proteccionismo que ya ha propiciado, sino por la base que ofrece para que la oleada proteccionista continúe creciendo. Esta Ley plantea una reciprocidad basada en la amenaza de represalias y la hace extensiva no solo al comercio de bienes, sino a la inversión de capital y al comercio de servicios, otorgando facultades al Presidente de Estados Unidos para aplicar medidas relacionadas con aspectos tan íntimamente vinculados a la soberanía nacional de nuestros países como las políticas de desarrollo industrial, las normas para el control de capital extranjero, la política de promoción de exportaciones y la política hacia el sector público.

Con la resistencia, encabezada por Estados Unidos, a la puesta en marcha del Programa Integrado de Productos Básicos y el Fondo Común y con la crisis de los convenios de productos básicos, las demandas comerciales del Tercer Mundo se encuentran aún más ignoradas y rechazadas que en ocasión de la UNCTAD de Belgrado en 1983. Las negociaciones comerciales para cuya realización hemos sido convocados, no han sido concebidas para discutir nuestras demandas, sino para considerar el tema del comercio de servicios, que resulta de gran interés para los países capitalistas desarrollados por la gran ventaja que ya tienen en él y su importante papel en el dominio de los futuros mercados. En este sentido, es preocupante la falta de progreso en las negociaciones que se llevan a cabo en el GATT, debido a la posición asumida por los países capitalistas desarrollados, especialmente Estados Unidos, los cuales, además, han violado los compromisos adquiridos en la Reunión Ministerial de Punta del Este en cuanto a la no adopción de nuevas medidas proteccionistas.

De nuestra unidad y capacidad para actuar con inteligencia y firmeza, depende que la próxima ronda de negociaciones comerciales multilaterales —conocida como Ronda Uruguay— no sea simplemente una ocasión para que Estados Unidos y sus principales aliados obtengan la consagración jurídica de la superioridad que ya poseen sobre el comercio de servicios, y logren dar a esa superioridad un carácter tal que convierta al sector de servicios, con sus estratégicos componentes de alta tecnología, en un coto cerrado donde a los países que aspiramos a desarrollarnos algún día nos sea imposible penetrar. Esa ronda de negociaciones comerciales debe ser utilizada para hacer retroceder la oleada proteccionista que nos arruina, para rechazar los principios de reciprocidad por represalias y de intromisión en la soberanía de nuestros países que contiene la Ley de Comercio Exterior de Estados Unidos, para fortalecer el principio del trato preferencial en favor de los países del Tercer Mundo, para combatir la política de aplicación de subsidios y dumping, para mejorar las condiciones de comercialización de los productos agrícolas y de los productos básicos en general, para impulsar la puesta en marcha del Programa Integrado de Productos Básicos y del Fondo Común, y para revitalizar los convenios de productos básicos.

Ante estas realidades, ¿qué futuro espera a nuestros pueblos? En 1985, la población de los países subdesarrollados representaba ya más de las tres cuartas partes de la población mundial. En el año 2025 vivirán en el Tercer Mundo 6 779 000 000 de personas, según cálculos, el 83,1% de la población del planeta. Esto quiere decir que, en esos próximos 40 años, un tiempo más breve que la vida de un hombre, nuestros países enfrentarán el colosal desafío de alimentar, vestir, educar y ofrecer empleo, vivienda y servicios de salud a un promedio de casi 80 000 000 de seres humanos más cada año. ¿Estarán nuestros empobrecidos, endeudados y esquilmados países en condiciones de aceptar siquiera ese reto?

Sin hablar del futuro, el presente es ya suficientemente dramático. La crisis económica, agravada en los países subdesarrollados por la abrumadora carga de la deuda y el brutal despojo del intercambio desigual, provoca en el Tercer Mundo un terrible costo social que se manifiesta en casi 1 000 000 000 de hambrientos, 185 000 000 de niños desnutridos, más de 500 000 000 de desempleados y subempledos, 857 000 000 de analfabetos, un índice de mortalidad infantil ocho veces superior que en los países desarrollados. Estas y muchas otras cifras sobradamente conocidas indican que, para grandes masas de hombres, mujeres y niños del Tercer Mundo, la crisis económica impuesta a nuestros países se traduce hoy en más hambre, más pobreza, más ignorancia, más enfermedad y muerte, más desesperanza.

Los países a los que eufemísticamente se les califica como menos adelantados han aumentado de 31 a 40 entre 1981 y 1986. En ellos el cuadro es todavía más crítico, por lo cual están aún más urgidos de verdaderas soluciones.

Durante estos últimos años, múltiples han sido las teorías que nos han tratado de explicar cómo es posible salir de la crisis sin que para nada cambie el injusto orden económico internacional que padecemos. Una de las tesis que más divulgación ha recibido es aquella en virtud de la cual, mediante la llamada magia del mercado, la recuperación económica de los países capitalistas desarrollados nos iba a "arrastrar", sacándonos de la crisis.

¿Qué ha ocurrido en realidad? Luego de una recuperación económica parcial e inestable en 1984, las tasas de crecimiento de los países agrupados en la OECD pasaron del 4,7% en ese año al 3% en 1985 y el 2,5% en 1986, y los pronósticos más optimistas apenas conceden un 2,8% de crecimiento para el actual año. Mientras tanto, el Tercer Mundo creció un 2% en 1984, un 2,4% en 1985 y un estimado de 3% en 1986, con una perspectiva de obtener igual cifra en 1987. Pero, además de ser insuficiente, este crecimiento ha estado desigualmente distribuido. La realidad es que entre 1981 y 1986 el producto por habitante experimentó una casi generalizada disminución.

También durante los últimos años se ha venido operando un proceso de creciente concentración de la toma de decisiones que atañen a todo el mundo, en manos de un pequeño grupo de países desarrollados que se arrogan el derecho a disponer de la suerte de nuestros pueblos. Así, desde 1976 vienen celebrándose las llamadas cumbres económicas, y más recientemente hemos asistido al nacimiento del grupo más selecto aún de los Cinco.

El Tercer Mundo no puede esperar solo por impulsos externos procedentes de los países capitalistas desarrollados para salir de la grave crisis económica y social en que se halla sumido. Hoy se necesita, como nunca antes, de la cooperación internacional. Pero es en nuestra determinación y nuestras acciones enérgicas y unidas donde están la clave y la esperanza para transformar la agobiante situación actual.

¿De dónde pueden venir los recursos que el Tercer Mundo necesita para su desarrollo? Deben venir, en primer término, de las cuantiosas transferencias de capitales que hoy estamos haciendo al mundo capitalista desarrollado a través de los servicios de la deuda externa y del brutal deterioro de los términos de intercambio que nos han impuesto. Ello exige la eliminación total de la deuda externa tantas veces saldada de antemano, a lo largo de siglos de esclavitud, colonialismo y neocolonialismo; pero demanda igualmente el Nuevo Orden Económico Internacional aprobado casi unánimemente por Naciones Unidas. Podría borrarse la deuda mañana mismo y, bajo las actuales relaciones internacionales, en breve tiempo la situación seria igual o peor que ahora. Deben desaparecer no solo la deuda sino también sus pilares y sus causas fundamentales: el intercambio desigual, el proteccionismo, el dumping y las manipulaciones financiero-monetarias de que somos constantemente víctimas.

El mundo capitalista desarrollado tiene además una gran deuda histórica y moral con los países que quedaron atrasados económicamente. De nuestro sudor y nuestra sangre salieron las riquezas que financiaron su desarrollo. Ellos fueron los culpables de nuestro subdesarrollo económico, y esa deuda sí tiene que ser pagada. Pero la colaboración internacional en la lucha contra el subdesarrollo no solo es una deuda de las antiguas metrópolis; es también un deber solidario y ético de todos los países desarrollados, capitalistas o socialistas; es incluso un deber de los propios países del Tercer Mundo con mayor desarrollo relativo hacia los países más atrasado.

En la colaboración Sur-Sur hay también una fuente potencial de posibilidades en la lucha contra el subdesarrollo. Cuba es un país pequeño del Tercer Mundo y, sin embargo, más de 2 000 médicos y técnicos de la salud colaboran gratuitamente en decenas de países hermanos. Sumados esos médicos, son más de los que aporta la Organización Mundial de la Salud de Naciones Unidas. También prestan su colaboración miles de especialistas y técnicos en educación y otras ramas de los servicios o de la economía. Más de 22 000 jóvenes del Tercer Mundo realizan gratuitamente sus estudios en Cuba.

Entre nuestros países podemos intercambiarnos tecnologías y cooperar ampliamente en la agricultura con nuevas semillas, razas de animales, técnicas agrícolas, así como en los procesos industriales y en campos tan vitales como la salud y la educación. Podemos también impulsar el comercio en condiciones favorables, e incluso movilizar y aunar recursos económicos.

¿Pero cuáles son las fuentes casi inagotables de recursos para luchar contra el subdesarrollo con los que podrían anularse deudas sin arruinar bancos acreedores, liquidar el intercambio desigual y establecer el Nuevo Orden Económico Internacional sin que los ciudadanos de los países capitalistas desarrollados tengan que soportar el menor sacrificio o incremento de impuestos, e incluso para que pueda saldarse la deuda histórica con el Tercer Mundo? Esas fuentes son los gastos militares.

En esta insensata y mortal actividad se gasta un millón de millones de dólares cada año, y al ritmo actual acumulará en los próximos 13 años más de 17 millones de millones de dólares. ¿Cómo puede afirmarse que no hay recursos para una mayor justicia económica en el mundo? Bastaría cambiar simplemente lo irracional por lo elementalmente racional; bastaría un poco de ética y sentido de responsabilidad.

Por eso hemos dicho muchas veces que la paz y el desarrollo están indisolublemente vinculados.

En días recientes nos llegan noticias de avances hacia un posible acuerdo sobre cohetes nucleares de alcance medio en Europa. De no quedar esto en simples esperanzas, podría ser un excelente paso hacia el cese de la carrera armamentista y la eliminación total de las armas nucleares.

Una parte sustancial de esos recursos debe consagrarse al desarrollo del Tercer Mundo. Desde ahora es preciso plantearlo. Si las grandes potencias militares de los países desarrollados vieran desaparecer la pesadilla de un holocausto nuclear, que también por supuesto nos alcanzaría a todos, sería legítimo que los pueblos del Tercer Mundo conciban la esperanza de ver desaparecer también la pesadilla del holocausto por hambre, por enfermedad, por desamparo, por falta de techo, de trabajo y de las más elementales condiciones de vida, que ya cientos de millones de sus niños, sus jóvenes, sus mujeres, sus hombres, sus ancianos, están sufriendo.

La paz y el derecho a una vida confortable y digna deben ser para todos.

Esto no nos será concedido de modo espontáneo. Como todas las grandes conquistas del género humano, requiere de nuestra unidad, de nuestro esfuerzo, de nuestro tesón. Constituimos la inmensa mayoría de la humanidad y nuestra causa justa puede ganar el apoyo de grandes sectores de toda la opinión mundial, incluso de los pueblos de las potencias económicas que hoy nos saquean.

El mundo capitalista desarrollado padece actualmente graves problemas de desempleo, considerable subutilización de sus capacidades industriales y otras calamidades sociales y económicas, que se aliviarían en buena medida si el Tercer Mundo incrementara adecuadamente su capacidad de compra.

No sería difícil demostrar que sin la solución de los problemas del Tercer Mundo no habrá desarrollo sostenido ni estable de la economía mundial.

Es un axioma que sin paz no habrá desarrollo, pero es también un axioma que sin desarrollo para las ocho décimas partes de la población mundial no puede haber paz.

Luchar por nuestro desarrollo es, pues, luchar por la paz y por el bienestar de todos los pueblos del mundo. Por ello nuestra consigna debe ser luchar sin descanso por nuestras justas y nobles reivindicaciones.

Así lo expresé hace cuatro años al presentar nuestro informe a la Cumbre de Nueva Delhi. Hoy, ante la gravedad de la crisis, lo reafirmo y ratifico con más convicción que nunca, en la esperanza firme de que todos sabremos hacerlo, unidos y decididos, para asegurar nuestro derecho al futuro, para ocupar nuestro lugar en el mundo, para alcanzar nuestro sitio en la historia.

¡Muchas gracias! (APLAUSOS)