INTERVENCIÓN DEL MINISTRO DE RELACIONES EXTERIORES DE CUBA EN EL 54 PERÍODO DE SESIONES DE LA ASAMBLEA GENERAL DE LAS NACIONES UNIDAS  

NUEVA YORK, 24 DE SEPTIEMBRE DE 1999

 

Señor Presidente:

Señor Secretario General:

Distinguidos delegados:

En esta sala hay presentes hoy representantes de países ricos y hay también representantes ─los más─ de países pobres. Hay aquí Ministros y Embajadores de países cuyo Producto Interno Bruto per cápita es de 25 mil dólares, y hay otros que representan a países en los que ese indicador es de 300 dólares. La diferencia, además, aumenta de año en año.

En este recinto hay representantes de países que tienen al parecer por delante un futuro promisorio. Son los que cuentan con solo el 20 por ciento de la población mundial y controlan el 86 por ciento del PIB del mundo, el 82 por ciento de los mercados mundiales de exportación, el 68 por ciento de las inversiones extranjeras directas y el 74 por ciento de las líneas telefónicas que existen en el planeta.

Pero, ¿qué decir del futuro de los que representamos aquí al 80 por ciento de la población mundial, los que representamos a los países que fuimos durante siglos colonizados y saqueados para engrosar la riqueza de las antiguas metrópolis?

Es cierto que ha pasado el tiempo, que la historia es como fue y no como hubiésemos querido que fuera. Pero ¿debemos resignarnos a que el futuro sea igual? ¿Podemos sentirnos tranquilos sabiendo que la riqueza de las tres personas más ricas del mundo es superior al total del PIB de los 48 países menos desarrollados, con sus 600 millones de habitantes, y cuyos representantes se sientan hoy en esta sala clamando justicia?

En esta sala hay representantes de países donde la mayoría de su población, que apenas crece, tiene garantizado un nivel de vida decoroso y una parte, incluso, tiene un nivel de vida opulento. Son los que gastan cada año 12 mil millones de dólares en perfumes y 17 mil millones en alimentos para animales domésticos.

Pero hay una mayoría representada en esta sala que no puede sentirse optimista. Es la que tiene 900 millones de hambrientos y 1.300 millones de pobres. Mis hermanos, representantes de África que están aquí hoy, no tienen razones para sentirse tranquilos: saben que hoy el continente tiene 23 millones de infectados de SIDA, y saben también que el tratamiento de un infectado con el virus del SIDA cuesta 12 mil dólares anuales y que se necesitarían casi 300 mil millones de dólares para que los africanos puedan recibir el tratamiento que ya reciben hoy los enfermos en los países ricos.

¿Piensan acaso mis colegas, representantes de 6 mil millones de habitantes del planeta, a los que se suman más de 80 millones cada año, casi todos en el Tercer Mundo, que una situación como esta puede perpetuarse en el próximo siglo?

¿Cómo podremos evitar unos y otros que continúe creciendo el número de emigrantes de los países pobres que marchan en busca de un sueño a los ricos, si el actual orden económico del mundo no permite que encuentren en sus países de origen las condiciones para una vida decorosa?

En esta sala unos pocos de mis colegas representan a países que no tienen que temer ninguna amenaza militar en el próximo siglo. Algunos, incluso, tienen armas nucleares, o pertenecen a una alianza poderosa o reequipan cada año sus ejércitos con armas mejores y más sofisticadas. Son los que consideran a todos los demás simple periferia euroatlántica de la OTAN, y no tendrán, por tanto, que padecer demoledores bombardeos masivos por atacantes invisibles, en virtud de lo que se ha dado en llamar la nueva concepción estratégica de la agresiva organización militar.

Pero la inmensa mayoría de los que estamos sentados aquí hoy no tenemos esas seguridades. Vemos con preocupación que en un mundo dominado por una sola potencia militar y tecnológica, estamos hoy menos seguros que en los años difíciles de la Guerra Fría.

Si un día quisiéramos reunir al Consejo de Seguridad para discutir una situación de amenaza contra uno de nuestros países pobres, ¿creen ustedes, Excelencias, que podríamos lograrlo? Me temo que ejemplos recientes prueban lo contrario.

¿Por qué no se habla en esta sala del desarme general y completo, incluido el desarme nuclear? ¿Por qué se intenta controlar solo la existencia de armas ligeras, necesarias, por ejemplo, en el caso de Cuba, agredida y bloqueada durante cuarenta años, y no hablar siquiera de las mortíferas bombas guiadas por láser, los proyectiles de uranio empobrecido o las bombas de racimo o de grafito que Estados Unidos utilizó indiscriminadamente en los bombardeos contra las poblaciones civiles en Kosovo?

¿Alguien podría sostener que legaremos un mundo justo y seguro a nuestros hijos si no cambiamos los injustos y desiguales raseros con que hoy se miden cuestiones tan medulares para nuestra seguridad colectiva?

¿Hay también que aceptar la imposición de las reglas del libre mercado y la sacrosanta ley de la oferta y la demanda en el brutal comercio de la muerte? ¿Qué impide a la comunidad internacional intentar, de manera racional y coordinada, destinar gran parte de los 780 mil millones de dólares que hoy se dedican a presupuestos militares a fomentar el desarrollo en los países del Tercer Mundo?

Es por ello que defendemos con tanta pasión el respeto a los principios del derecho internacional que durante más de medio siglo han presidido las relaciones entre todos los países. ¿Qué quedará para nuestra defensa si en el futuro los países pobres no pudiéramos invocar principios tales como el del respeto a la soberanía y la autodeterminación, la igualdad soberana de los Estados y la no injerencia en los asuntos internos de otro país? ¿Cómo podríamos pedir el rechazo de la comunidad internacional a la amenaza contra uno de nuestros países si esos principios, hoy violados en la práctica de manera sistemática y flagrante, fueran borrados de la Carta de las Naciones Unidas?

En un mundo unipolar, los intentos de imponer nociones como la de limitación de la soberanía o injerencia humanitaria no favorecen la seguridad internacional y amenazan a los países del Tercer Mundo, que no tienen ejércitos poderosos ni armas nucleares. Tales intentos deben, por tanto, cesar. Violan la letra y el espíritu de la Carta.

Por otra parte, creemos necesaria la defensa, hoy más que nunca, de la Organización de las Naciones Unidas. Defendemos tanto la necesidad de su existencia como la de su democratización. El desafío que se nos plantea es el de reformar las Naciones Unidas para servir por igual a los intereses de todas las naciones.

Defendemos tanto la necesidad de que exista el Consejo de Seguridad, como la de hacerlo más amplio, democrático y transparente. ¿Por qué no ampliar sus miembros permanentes? ¿Por qué no podrían ingresar al menos de dos a tres nuevos miembros permanentes de América Latina, África y Asia, si hoy existen más de tres veces el número de países que fundaron las Naciones Unidas en San Francisco en 1945, y la inmensa mayoría, que son los del Tercer Mundo, no poseen uno solo?

No defendemos, sin embargo, el veto. Creemos que nadie debería tenerlo. Pero si no fuera posible eliminarlo, al menos tratemos de que esta prerrogativa esté más compartida, y aprobemos que todos los nuevos miembros permanentes tengan también derecho al veto. ¿Por qué, si no se puede ahora eliminar el veto, no se restringe a aquellas medidas que se propongan en virtud del Capítulo VII de la Carta?

Un solo país puede hoy anular la voluntad de todos los demás miembros de las Naciones Unidas. Y uno ha ejercido el derecho al veto sin límite alguno infinidad de veces: Estados Unidos. Eso no es sostenible.

En las Naciones Unidas hay que frenar la tentativa de imponernos el pensamiento único, haciéndonos creer que es nuestro, o que es superior a nuestra rica diversidad de culturas y modelos, o que es más avanzado y moderno que nuestras múltiples identidades. Para sobrevivir tendremos que oponernos a que se nos trate como simple periferia euroatlántica, y a que se consideren amenazas globales los problemas que enfrentamos como consecuencia del colonialismo, el subdesarrollo, el consumismo de los países ricos, o incluso como consecuencia de políticas recientes o actuales de estos países.

En esta sala están presentes los representantes del Grupo de los Siete, países con 685 millones de habitantes, cuyas economías suman 20 millones de millones de dólares de PIB, y estamos también los otros 181 países, con más de 5 mil millones de habitantes y economías que suman apenas 10 millones de millones de dólares de PIB.

¿Somos iguales unos y otros? Según la Carta de Naciones Unidas, sí; pero según la vida real, no.

Mientras los países ricos tienen las empresas transnacionales, que controlan más de un tercio de las exportaciones mundiales, los países pobres tenemos la carga asfixiante de la deuda externa, que asciende a 2 millones de millones de dólares y no deja de crecer, mientras devora casi el 25 por ciento de nuestras exportaciones para el pago de su servicio. ¿Cómo puede concebirse así nuestro desarrollo?

Mientras se habla insistentemente en esta sala de la necesidad de una nueva arquitectura financiera mundial, se abate sobre nuestros países el flagelo de un sistema que permite se realicen cada día operaciones especulativas por valor de 3 millones de millones de dólares. Ese edificio no tiene arreglo: no se trata de reformarlo, sino de demolerlo y construir uno nuevo.

¿Alguien podría explicar la lógica de esta economía fantasma, que no produce nada y se mantiene a base de comprar y vender lo que no existe? ¿Debemos o no demoler este sistema financiero caótico y fundar sobre sus ruinas un sistema que privilegie la producción, considere las diferencias y deje de obligar a nuestras maltrechas economías a vivir permanentemente en la ilusión imposible de aumentar las reservas financieras? Estas, tarde o temprano, se evaporan en medio de la lucha desesperada y desigual para defender nuestras monedas frente a la fuerte y superfavorecida moneda del anacrónico acuerdo de Bretton Woods: el sacrosanto dólar.

Cuando se escriba la historia de estos años, será muy difícil explicar cómo un solo país pudo acumular tantos privilegios y tan absoluto poder. ¿Qué dirán los economistas del próximo siglo cuando constaten que Estados Unidos pudo vivir con un déficit de cuenta corriente que ya ronda los 300 mil millones de dólares, sin que el FMI le impusiera uno solo de los severos programas de ajuste que empobrecen a los países del Tercer Mundo? ¿Quién explicará que, gracias al privilegio de tener la moneda de reserva del mundo, los norteamericanos son los pobladores de este planeta que menos ahorran y más gastan? ¿Alguien les dirá que en 1998 pudieron importar automóviles por 124 mil millones de dólares o gastar 8 mil millones de dólares en cosméticos gracias, en buena medida, a que controlan el 17,8 por ciento de los votos del FMI, lo que les da un virtual poder de veto? ¿Y cómo explicarles a los ciudadanos de Tanzania, por ejemplo, que mientras esto ocurría ellos tenían que dedicar al servicio de la deuda nueve veces lo que a atención primaria a la salud y cuatro veces lo que a educación primaria?

El actual sistema económico internacional es, además de profundamente injusto, absolutamente insostenible. No puede sostenerse un sistema económico que destruye el medio ambiente. La disponibilidad de agua potable es hoy el 60 por ciento de los niveles de 1970, y somos hoy 2.300 millones de seres humanos más que entonces. Igual ocurre con los bosques. ¿Alguien podría defender en esta sala que tal ritmo de destrucción puede perdurar indefinidamente?

No puede sostenerse un sistema económico basado en los patrones irracionales de consumo de los países ricos, que se exportan después, mediante los medios de difusión, a nuestros países. ¿Por qué no aceptar que es posible una vida decorosa para todos los habitantes del planeta con los recursos a nuestro alcance, con el grado de desarrollo tecnológico que hemos alcanzado y mediante una explotación racional y solidaria de todo ese potencial?

¿Cómo explicar que los países miembros de la OCDE, a cuyos representantes me dirijo con todo respeto en este momento, hayan retrocedido hasta alcanzar menos de la tercera parte del objetivo mínimo trazado en 1970 de dedicar el 0,7 por ciento de su PIB como Asistencia Oficial al Desarrollo?

Habiéndole preguntado a un miembro de nuestra delegación, Diputado a la Asamblea Nacional que profesa la fe cristiana, qué diría la Biblia sobre un orden económico tan injusto, contestó sin vacilaciones con las palabras textuales de un profeta de su libro más sagrado: "Isaías, capítulo X, versículos 1, 2 y 3: ¡Ay de ustedes, que dictan leyes injustas y publican decretos intolerables, que no hacen justicia a los débiles ni reconocen los derechos de los pobres de mi pueblo, que no ayudan a las viudas y ultrajan a los huérfanos! ¿Qué harán ustedes cuando tengan que rendir cuentas, cuando vean venir de lejos el castigo? ¿A quién acudirán pidiendo ayuda? ¿En dónde dejarán sus riquezas?"

Sé que en esta sala muchos comparten estas preocupaciones y sé también que casi todos nos hacemos la misma pregunta: ¿se preservará la OMC del peligro de ser convertida en un feudo de los Estados Unidos y sus aliados, como lo son hoy el FMI y el Banco Mundial? ¿Lograremos realmente que la OMC sea el foro democrático y transparente que necesitamos, o se impondrán los poderosos intereses de la minoría, en detrimento de la mayoría silenciosa que, dividida, confundida y poco alerta, no atina hoy a comprender los peligros de una liberalización fría y dogmática del comercio mundial? ¿Se acordarán de que la inmensa mayoría de los países del Tercer Mundo, dependientes de la exportación de un producto agrícola o de algunas especias, quedarán barridos del comercio mundial y aplastados por la competencia feroz de unas cuantas transnacionales? ¿Deberíamos o no tener en cuenta estas realidades y aceptar la necesidad de que se preserven los intereses de los países subdesarrollados, tan siquiera para garantizar su sobrevivencia?

¿Cómo vamos a competir los países pobres si nuestros profesionales marchan a las naciones ricas en busca de mejores oportunidades, si ni siquiera nos permiten conservar a nuestros atletas y vemos con dolor cómo compiten bajo la bandera de otro país?

¿Cómo vamos a competir económicamente las naciones pobres si los diez países más desarrollados controlan el 95 por ciento de las patentes expedidas en los últimos veinte años, y la propiedad intelectual, lejos de liberalizarse, es cada vez más protegida?

Hablarnos a los países pobres de comercio por Internet resulta casi una broma, cuando se sabe que el 91 por ciento de los usuarios de Internet viven en países de la OCDE. ¿Podrá algún día transformarse la situación actual en que, mientras en Estados Unidos, Suecia y Suiza existen más de 600 líneas telefónicas por mil habitantes, en Cambodia, Chad y Afganistán hay un teléfono por cada mil habitantes?

Señor Presidente, Excelencias:

En medio de este cuadro dramático para la inmensa mayoría de los países del mundo, me veo obligado a hablar de mi país. Si existe un ejemplo elocuente de lo que no debiera ocurrir en el mundo en las relaciones entre poderosos y pequeños, ese ejemplo es lo que está ocurriendo con Cuba.

Durante más de cuarenta años, mi pueblo ha estado sometido a una política brutal de hostilidad y agresiones de todo tipo por parte de Estados Unidos, destinada confesamente por las máximas autoridades de esa potencia a destruir el sistema político y económico que por su libre voluntad el pueblo cubano ha construido, y a restablecer el dominio neocolonial sobre Cuba que definitivamente esa potencia perdió el 1° de enero de 1959 con el triunfo de la Revolución Cubana. Como ha quedado demostrado por los hechos y por las propias declaraciones públicas de voceros norteamericanos y documentos secretos ya desclasificados en Estados Unidos, esa política agresiva se ha valido de medios que van desde las acciones políticas, diplomáticas, propagandísticas, de espionaje y subversión, el aliento a la deserción y la emigración ilegal, hasta la ejecución de actos terroristas, de sabotaje y de guerra biológica, la organización y apoyo de bandas armadas, la realización de incursiones aéreas y navales contra nuestro territorio, la organización de más de 600 planes para asesinar al líder de nuestra Revolución, la invasión militar por un ejército mercenario, la más grave amenaza de un conflicto nuclear mundial que hemos conocido, en el mes de octubre de 1962, y, finalmente, un brutal bloqueo comercial y financiero y una feroz guerra económica contra mi patria que ha durado ya cuarenta años.

Sin incluir el aspecto económico de la agresión contra Cuba, y ciñéndose únicamente a las agresiones físicas y acciones bélicas llevadas a cabo por el Gobierno de Estados Unidos, recientemente las organizaciones sociales cubanas presentaron, en nombre de todo el pueblo de Cuba, una demanda de carácter civil reclamando al Gobierno de Estados Unidos la reparación de daños e indemnización de perjuicios por la vida de 3.478 ciudadanos cubanos que han muerto y otros 2.099 sobrevivientes que han quedado incapacitados como consecuencia de los planes encubiertos y la guerra sucia de Estados Unidos. En la demanda se solicita la condena al Gobierno de Estados Unidos, en su condición de responsable de esos daños humanos, al pago de una suma total de 181.100 millones de dólares por concepto de reparación e indemnización, como mínima y simbólica compensación por algo que es sin duda insustituible e imposible de valorar, que es la vida y la integridad física de más de 5.500 cubanos que han sido víctimas de la política obsesiva de Estados Unidos contra Cuba.

En el proceso abierto y público seguido para la consideración de esta demanda, televisado a toda la nación, quedó claramente probada la responsabilidad directa del Gobierno de Estados Unidos en esta continuada agresión, el hecho de que la guerra no declarada contra Cuba ha constituido una política de Estado, desarrollada nada menos que por nueve sucesivas administraciones norteamericanas durante los últimos cuarenta años.

¿Qué podrán decir a sus nietos aquellos dirigentes, funcionarios y agentes del Gobierno de Estados Unidos que llevan sobre sus conciencias el peso de la planificación y ejecución de esta guerra sucia contra Cuba, y la carga moral de la responsabilidad por la muerte de miles de cubanos?

¿Podremos permitir que perdure en el próximo siglo un sistema internacional en virtud del cual acciones monstruosas de esta naturaleza, perpetradas de manera sistemática y flagrante por una gran potencia, permanezcan completamente impunes?

El feroz bloqueo económico, que abarca en los más prolijos detalles todas las manifestaciones posibles de las relaciones comerciales y financieras externas de nuestro país, merece especial atención.

Este bloqueo dura ya más de cuarenta años. Comenzó a gestarse antes del propio triunfo de la Revolución. Un documento secreto norteamericano, desclasificado en 1991, revela que el 23 de diciembre de 1958, en el curso de una reunión del Consejo de Seguridad Nacional con la presencia del presidente Dwight Eisenhower, en la que se discutió la situación en nuestro país, el entonces Director de la CIA, Allen Dulles, manifestó en términos categóricos: "Debemos impedir la victoria de Castro."

Tres días después, el 26 de diciembre, el presidente Eisenhower instruía a la CIA que "no quería que los detalles de las operaciones encubiertas [contra Cuba] fueran presentados al Consejo de Seguridad Nacional". Todo debía ser estrictamente secreto.

El triunfo fulminante de las fuerzas revolucionarias seis días después no dio tiempo alguno para "impedir la victoria".

El primer zarpazo norteamericano a la economía nacional se produciría el mismo primero de enero de 1959, cuando escaparon hacia ese país, junto a los autores de las peores masacres y abusos contra el pueblo, los que habían saqueado el Tesoro Público.

Cinco semanas después del triunfo revolucionario, el economista Felipe Pazos, un profesional bien conocido y respetado en los círculos del Gobierno de Estados Unidos, quien por decisión del Gobierno Revolucionario había asumido la dirección del Banco Nacional, informó el 6 de febrero que el régimen anterior había malversado o se había apoderado de 424 millones de dólares de los recursos que en oro y dólares respaldaban al peso cubano.

El New York Times corroboró la veracidad de dicho informe sobre la sustracción de los fondos que constituían la única reserva del país.

El producto del descomunal robo fue a parar a los bancos de Estados Unidos. Ni un solo centavo fue devuelto a Cuba.

El Banco Nacional solicitó de inmediato modestas cantidades de fondos para enfrentar la crítica situación. Le fueron denegadas.

La Ley de Reforma Agraria promulgada el 17 de mayo de 1959, destinada a proporcionar alimentos para la gran mayoría de nuestro desnutrido pueblo y empleo directo o indirecto a gran parte de la población del país que estaba desocupada, y cuando la palabra socialismo no se había pronunciado en Cuba, provocó una reacción extrema de Estados Unidos, cuyas empresas eran propietarias de gran parte de las mejores y más fértiles tierras cubanas. Ante la voluntad cubana establecida en la propia Ley, de compensar a los propietarios con pago diferido, razonable y posible, el Gobierno de Estados Unidos exigió inmediata, completa y efectiva indemnización. Para ello no existía un solo centavo en los fondos públicos.

Un mes después, el 24 de junio, en una reunión convocada en el Departamento de Estado para considerar las opciones de acción contra Cuba, se manejó el criterio de "asumir de inmediato una posición muy firme contra la ley y su implementación", y que "la mejor manera de alcanzar el necesario resultado era la presión económica". Se valoró la supresión de la cuota azucarera cubana en el mercado norteamericano, lo cual provocaría, según expresan textualmente los documentos secretos, que "la industria azucarera sufriera una abrupta e inmediata caída, ocasionando la generalización de un mayor desempleo. Grandes cantidades de personas quedarían sin trabajo y comenzarían a pasar hambre". En esa reunión, el Secretario de Estado Herter calificó explícitamente las propuestas como "medidas de guerra económica".

El 6 de abril de 1960, L.D. Mallory, un importante funcionario del Departamento de Estado, expuso que "el único medio previsible para enajenar el apoyo interno es a través del desencanto y el desaliento basados en la insatisfacción y las dificultades económicas. [...] Debe utilizarse prontamente cualquier medio concebible para debilitar la vida económica de Cuba. [...] Una línea de acción que tuviera el mayor impacto es negarle dinero y suministros a Cuba, para disminuir los salarios reales y monetarios a fin de causar hambre, desesperación y el derrocamiento del gobierno".

El 6 de julio de ese año se aplica la medida concebida: fue suprimida la cuota azucarera cubana. Nunca más Estados Unidos compró a Cuba una sola libra de azúcar. Un mercado creado a lo largo de más de cien años entre Estados Unidos y Cuba, abastecedora segura de este alimento vital a ese país y sus aliados en las dos guerras mundiales que tuvieron lugar en la primera mitad del siglo, y de las cuales emergió aquella nación como la potencia más rica y poderosa del mundo, fue suprimido en un segundo, golpeando despiadadamente la principal fuente de trabajo y de riqueza del país, y privándolo de los fondos imprescindibles para adquirir los recursos alimenticios, médicos, energéticos y de materias primas que requería la vida material de nuestro pueblo.

A partir de entonces, las sucesivas medidas de carácter económico contra el pueblo de Cuba se fueron acumulando hasta configurar un bloqueo total y absoluto, que llegó al extremo tal de prohibir la exportación a nuestro país de una aspirina producida en Estados Unidos, o la exportación a ese país de una simple flor cultivada en Cuba.

Este bloqueo absoluto, cínicamente calificado de forma oficial con la edulcorada y aparentemente inocua palabra "embargo", no cesó de endurecerse a lo largo de cuarenta años.

En el momento más crítico y difícil, cuando desaparecieron la URSS y el campo socialista, mercados y fuentes fundamentales de suministros que restaban al país para soportar la feroz guerra económica desatada contra una isla situada a sólo 90 millas de las costas de Estados Unidos, decidieron ser más implacables todavía con Cuba: el bloqueo, con oportunismo grosero y repugnante, se recrudeció al máximo.

La llamada Ley Torricelli de 1992, entre otras medidas restrictivas que afectaban considerablemente la transportación marítima de alimentos y otras mercancías entre Cuba y el resto del mundo, estableció la prohibición del comercio con Cuba a las empresas subsidiarias norteamericanas radicadas en terceros países. Como resultado, se puso fin a tales operaciones comerciales, que en alimentos y medicinas significaban importaciones de más de 700 millones de dólares procedentes de esos países.

La política genocida alcanza su nivel más infame con la Ley Helms-Burton, que codifica todas las prohibiciones administrativas anteriores, amplía e intensifica el bloqueo y lo establece a perpetuidad.

Con posterioridad a esta ley, para endurecer aún más el bloqueo contra el pueblo cubano, numerosas enmiendas introducidas a importantes leyes de tan apremiante urgencia y voluminoso contenido, que muchos legisladores norteamericanos no tenían siquiera el tiempo necesario para leerlas, fueron aprobadas a mano alzada en el Congreso de Estados Unidos. La mafia terrorista cubano-americana, asociada a la extrema derecha, logró el objetivo de que el bloqueo dejara de ser facultad del Ejecutivo para convertirse en rigurosas e inflexibles leyes. El genocidio adquirió así carácter institucional.

La Asociación Norteamericana para la Salud Mundial (AAWH), tras estudiar en 1997 las consecuencias del bloqueo en esa esfera, concluyó que "viola los más básicos acuerdos y convenciones internacionales que trazan las pautas sobre los derechos humanos, incluyendo la Carta de las Naciones Unidas, la Carta de la Organización de Estados Americanos, y los artículos de la Convención de Ginebra que norman el tratamiento a los civiles en tiempo de guerra. [...] Las Convenciones de Ginebra, a las que pertenecen unos 165 países, incluyendo Estados Unidos, requieren el libre paso de todos los suministros médicos y alimentos para uso civil en tiempo de guerra. Los Estados Unidos y Cuba no están en guerra. Incluso, sus gobiernos mantienen representaciones diplomáticas en La Habana y Washington. Sin embargo, la AAWH ha determinado que las restricciones del embargo significan bloquear deliberadamente el acceso de la población cubana a los alimentos y medicinas ─en tiempos de paz."

En ese mismo informe, la Asociación Norteamericana para la Salud Mundial expresa su criterio de que "el embargo de los Estados Unidos contra Cuba ha dañado dramáticamente la salud y la nutrición de un gran número de ciudadanos cubanos. [...] Es nuestra conclusión que el embargo de Estados Unidos ha aumentado significativamente el sufrimiento en Cuba, y hasta ha ocasionado muertes."

Durante siete años consecutivos la Asamblea General de las Naciones Unidas ha aprobado en cada ocasión una resolución sobre la necesidad de poner fin al bloqueo económico impuesto al pueblo cubano por el Gobierno de Estados Unidos. Crece visiblemente cada año la condena a esa política genocida.

Entre 1992 y 1998 la Resolución de Cuba contra el bloqueo obtuvo 59, 88, 101, 117, 137, 143 y 157 votos a favor. La de Estados Unidos sólo obtuvo 3, 4, 2, 3, 3, 3 y 2 votos, incluido el suyo propio.

Ante el desprecio absoluto mostrado por Estados Unidos frente a las resoluciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas, el pueblo de Cuba, independientemente de que la batalla en el seno de esta Asamblea prosiga, ha decidido acudir a procedimientos legales a los que tiene derecho para exigir las sanciones correspondientes a los responsables de estos actos de genocidio.

El propósito de Cuba se basa en sólidos e irrebatibles fundamentos legales.

La Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, aprobada por la Asamblea General de Naciones Unidas el 9 de diciembre de 1948, suscrita por el Gobierno de los Estados Unidos el 11 de diciembre de 1948 y por Cuba el 28 de diciembre de 1949, que entró en vigor el 12 de enero de 1951, de la cual forman parte 124 Estados que la han suscrito y ratificado, establece en su Artículo II textualmente lo siguiente:

"En la presente Convención se entiende por genocidio cualquiera de los actos mencionados a continuación perpetrados con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso."

De inmediato, en el inciso c) señala entre esos actos "el sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial".

En su Artículo III establece que serán castigados, entre otros:

"a) el genocidio;"

"d) la tentativa de genocidio;"

"e) la complicidad en el genocidio."

Con toda precisión expresa textualmente en el Artículo IV:

"Las personas que hayan cometido genocidio o cualquiera de los otros actos enumerados en el Artículo III serán castigadas, ya se trate de gobernantes, funcionarios o particulares."

El Convenio relativo a la Protección debida a las Personas Civiles en Tiempo de Guerra, suscrito en Ginebra el 12 de agosto de 1949 y ratificado por los gobiernos de Estados Unidos y Cuba, que entró en vigor el 21 de octubre de 1950, y del cual forman parte en la actualidad 188 Estados, establece en su Artículo 23: "Cada una de las Altas Partes contratantes autorizará el libre paso de todo envío de medicamentos y material sanitario, así como de objetos para el culto, destinados únicamente a la población civil de cualquier otra Parte contratante, aunque sea enemiga. Permitirá igualmente el libre paso de todo envío de víveres indispensables, de ropas y tónicos reservados a los niños de menos de 15 años y a las mujeres encintas o parturientas."

El Protocolo Adicional I de dicho Convenio establece de manera expresa, precisa y categórica, en el Artículo 54, la "protección de los bienes indispensables para la supervivencia de la población civil".

"1. Queda prohibido, como método de guerra, hacer padecer hambre a las personas civiles.

"2. Se prohíbe atacar, destruir, sustraer o inutilizar los bienes indispensables para la supervivencia de la población civil, tales como los artículos alimenticios y las zonas agrícolas que los producen, las cosechas, el ganado, las instalaciones y reservas de agua potable y las obras de riego, con la intención deliberada de privar de esos bienes, por su valor como medios para asegurar la subsistencia, a la población o a la Parte adversa, sea cual fuere el motivo, ya sea para hacer padecer hambre a las personas civiles, para provocar su desplazamiento, o con cualquier otro propósito."

El Artículo VI de la Convención de 1948 establece, sin lugar a la menor duda, que: "Las personas acusadas de genocidio o de uno cualquiera de los actos enumerados en el Artículo III, serán juzgadas por un tribunal competente del Estado en cuyo territorio el acto fue cometido."

En el inciso e) de ese Artículo III que se menciona, quedó establecido con la misma claridad que los cómplices del genocidio serán también castigados.

En consecuencia, la Asamblea Nacional del Poder Popular de la República de Cuba declaró el pasado 13 de septiembre:

1. Que el bloqueo económico impuesto por el gobierno de Estados Unidos a Cuba constituye un crimen internacional de genocidio, conforme a lo definido en la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 9 de diciembre de 1948.

2. Que, a partir de los argumentos expuestos y la declaración anterior, proclama el derecho de Cuba a reclamar que tales hechos sean sancionados.

3. Que por haberse llevado a cabo un grave, sistemático y continuado genocidio durante cuarenta años contra el pueblo de Cuba, de acuerdo a las normas, principios, convenios y leyes internacionales, corresponde a los tribunales cubanos juzgar y sancionar, en presencia o en ausencia, a los culpables.

4. Que los actos de genocidio y otros crímenes de guerra no prescriben.

5. Que los culpables pueden ser sancionados hasta con la pena de cadena perpetua.

6. Que la responsabilidad penal no exime al Estado agresor de la indemnización material por el daño humano y económico que haya ocasionado.

7. Que demanda de la comunidad internacional su apoyo a esta lucha por defender los principios más elementales de justicia, del derecho a la vida, la paz y la libertad de todos los pueblos.

Aquí, en esta sala, están presentes, como miembros de la delegación cubana a la 54 Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas, tres jóvenes representantes de los estudiantes universitarios, de los de nivel medio y de los adolescentes y niños cubanos, en nombre de las organizaciones sociales que presentaron ante los tribunales correspondientes la demanda contra el Gobierno de Estados Unidos por reparación de daños humanos e indemnización de perjuicios a las miles de personas físicamente afectadas, y además asumieron la iniciativa legal de proponer ante la Asamblea Nacional del Poder Popular la proclama mencionada; tres eminentes personalidades de la medicina cubana, diputadas de la Asamblea Nacional, que testimoniaron ante la misma los dramáticos daños ocasionados por el bloqueo de medicinas a nuestro país; y tres diputados cristianos, que en nuestra Asamblea Nacional, a partir de profundas convicciones éticas, religiosas y humanas, apoyaron la proclama que demanda el enjuiciamiento y la sanción de los responsables.

Ellos están dispuestos a responder, aquí en Estados Unidos, cuantas preguntas deseen hacerles o a sostener intercambios con la prensa, instituciones académicas, organizaciones no gubernamentales, legisladores, senadores e incluso cualquier comisión del Congreso de Estados Unidos. Estamos dispuestos no sólo a denunciar, sino también a debatir y demostrar cuanto estamos exponiendo.

Muchas gracias.