Ernesto Che Guevara

La Habana, Cuba. – En un mundo que fomenta el individualismo y ensalza la soledad como modo de resolver los problemas de la existencia, no es raro que muchos recurran a redes sociales en Internet, a programas radiales y publicaciones de contactos o a sitios de encuentros, en busca de nuevos amigos o parejas que quizás pudieran hallar al doblar de la esquina. El valor exclusivo de tales búsquedas es el de la compañía.

Pero cuando, a pocos días del enero triunfante en Cuba, el Che recibió una carta cuyo remitente suponía que ambos podían estar emparentados por la coincidencia de apellidos, el guerrillero que venía de librar a Santa Clara respondió: “No creo que seamos parientes muy cercanos, pero si usted es capaz de temblar de indignación cada vez que se comete una injusticia en el mundo, somos compañeros, que es más importante”.

Para vivir como él

El hombre para quien las coincidencias ideológicas debían ser el valor más importante en los vínculos humanos, para quien ser compañeros entre revolucionarios sobrepasaba al parentesco o la amistad, al marcharse de Cuba no dejó nada material a sus hijos.

Él sabía que cualquier individuo se siente más pleno cuando más riqueza interior lo ilumina y cuando más responsabilidad asume en el bien común.

Él era de aquellos en cuyo destino veía Martí como “va un pueblo entero, va la dignidad humana”. Es por eso que no muere, que no puede morir, porque cada día es más útil y necesario frente al egoísmo y la banalidad con que el consumismo deslumbra a débiles y vacilantes, envolviendo sus cerebros en la venenosa trampa de la soledad y en la telaraña del individualismo.