Lázaro Barredo en la Mesa Redonda

Sufro de alergias a Internet por intolerancia a las malas noticias y los morbos que despiertan. Es algo que empezó con la muerte de Eusebio, dolorosa como no creía que fuera por estar al tanto de sus quebrantos de salud, pero que me dejó sin ganas de navegar por las redes.

Después de leer hasta la fatiga lo que dijeron otros colegas y de sentir agradecida, que muchos hablaban por mí, choqué con ofensas y vanidades tan absurdas e inaceptables, que me invadió un deseo enfermizo de desconectarme y enmudecer. Y hasta donde pude me alejé.

Pero no dura mucho el reposo cuando se tiene este oficio. Y las malas noticias no piden permiso para suceder. Primero fue el golpe de las imágenes de Beirut, estremecida por dos explosiones que arrasaban con una extensa área de la ciudad donde viven la entrañable Wafica Ibrahim, su familia, colegas y amigos comunes. Sabiéndolos a salvo a todos, creí vencer las penas al final del día, pero el alivio duró pocos minutos.

Una llamada de Randy Alonso iba a traer otra mala e inesperada noticia: la muerte de Lázaro Barredo Medina, a quien tanto quería y a quien debo mucho de lo que he intentado ser y soy como periodista.

Era subdirector de Juventud Rebelde cuando entré al diario en 1982. Como había sido miembro prominente del grupo de muchachos de todas las provincias y los más disímiles oficios que en los años 70 se formaron en la mítica Escuela de corresponsales - ubicada en la casona de la calle 25, que luego fue casa de los inmigrantes del resto del país- nos trataba con la deferencia de quien alguna vez estuvo en nuestro pellejo y visitaba con frecuencia nuestras corresponsalías, un apoyo indispensable frente a las autoridades locales, siempre empeñadas en controlar lo que se publica en los medios nacionales. Sin enemistarse con nadie, defendía la autonomía del periódico y del periodista.

No era un jefe de oficina. Solía escribir de grandes temas y de temas sencillos. Del país y del mundo. De lo universal y de lo doméstico. Arriesgó tesis duras sobre la corrupción y la burocracia tanto como sobre el terrorismo y la mafia de origen cubano asentada en la Florida. Y fue de los primeros en hacer, desde el quirófano, la crónica de los infartos que sufrió su corazón, muy joven aún y siempre enamorado, pero también bajo el permanente stress que genera el periodismo.

Cuando asumió la vicepresidencia de la UPEC junto al gran Julio García Luis, fue promotor de cambios importantes y también polémicos. Él mismo vivió siempre en el centro de fuertes discusiones que jamás rehuía. Le costaba ceder en los debates, pero sabía aceptar los argumentos de los otros.

En la Asamblea Nacional brilló como diputado, integrando por muchos años su prestigiosa Comisión de Relaciones internacionales y promoviendo junto a Tubal Páez la estructura comunicacional de nuestro parlamento.

Compartimos escaños allí y en todas las tribunas que la Revolución abrió en 1999, especialmente la Mesa Redonda, de la que nos honró siempre ser fundadores y panelistas habituales por más de 20 años.

Nuestro reportaje a cuatro manos "El camaján" y Cubadebate nos unieron aún más en los peores días de enfrentamiento a las amenazas de intervención contra Cuba, impulsadas por falaces campañas contra la Revolución.

Coincidíamos y también discrepábamos en los modos de decir, pero no en las esencias. Y cuando nos tocó pelear en otras geografías, ante escenarios hostiles, siempre se comportó como un caballero: primero las mujeres. No recuerdo haber cargado un equipaje cada vez que viajamos juntos.

Fue director de Granma y enviado especial y único de más de un viaje del General de Ejército, Raúl Castro al exterior y antes contó con la confianza de Fidel para analizar los temas más complejos de las difíciles relaciones de Cuba y los Estados Unidos. En vivo y en directo, en horas muy críticas para el país, Lázaro y Taladrid, como Randy, Polanco o Dimas, fueron voces firmes de la Revolución de las que siempre estaremos orgullosos sus colegas de la Mesa Redonda.

Por eso tiene más valor el modo ejemplarmente humilde en que volvió a ser periodista de filas de Trabajadores o de Bohemia y en que esperaba los llamados a la Mesa, sin preguntar por qué cuando no ocurría. Y todo, después de largos años dirigiendo, y recibiendo reconocimientos y distinciones únicos.

Sigo con crisis de alergia a las redes y a las malas noticias, pero necesitaba darle un último abrazo a quien tanto quiero y debo. A un hombre que dedicó su vida y su oficio a defender a la Revolución de frente, sin antifaces ni eufemismos, nunca le faltaron detractores. Que no le falten tampoco los justos elogios que merece.