Plaza Vieja en el Centro Histórico de La habana

Esto se trata de cuando tu escoges el 14 de febrero para caminar la bella capital y mostrarle a tus amigos, que vienen por vez primera a esta tierra, la virtud de vivir en Cuba y debes batirte  a duelo con la alteración a la paz. Esa que genera la desidia y la permisividad de todos. Entonces, el rato puede convertirse en una atormentado “momentum”.

Este día decidimos sentarnos al final de la tarde noche, en esa esquina de la Plaza Vieja de La Habana, donde el café puede ser exquisito y la contemplación de los transeúntes, un placer.

Presiento que he estado demasiado tiempo escribiendo, aferrada a la tranquilidad que merece mi espíritu. Qué pasa si no soporto la actitud tolerante ante el maltrato a que nos someten con esos equipos portados por jóvenes y no tan mozos, en los más recónditos lugares.

Subes a un ómnibus y alguien comparte libremente su reguetón -obsceno por demás- con un moderno dispositivo de sonido, o un celular. Tal vez le hace la competencia al estado de ánimo de un chofer, que si está despechado, te rompe los oídos a rancheras y si está de plácemes, y tienes suerte de que tenga buen gusto, una buena “salsa” musical, te lleva por el camino de la alegría y el apretujamiento involuntario.

Los enamorados del Malecón habanero, tienen una desleal competencia entre los músicos improvisados que ya no se escuchan a sí mismos y esos mencionados equipos a todo dar. La infame “moda” es sacarlos a pasear a toda luz del día o la noche. Mostrarse.

Llega a mi recuerdo cómo en la década de 1970, hubo algo así como la ‘explosión’ de unos radios enormes, pero entonces, los llevaban pegados a sus oídos y te quedabas con la sensación al pasar, de que algún día se quedarían sordos. Cuando aquello, éramos tan jóvenes.

Creo que les pasará lo mismo a quienes se permiten tales decibeles, pero son sus oídos y aquí hablo de los nuestros.

Ya el otro día, dentro de un almendrón, el chofer ante mi ruego, me dijo: “ok, me cogiste de buenas” y bajó la sarta de improperios que su música emanaba. En cuyo caso, yo estaba dentro de “su” auto.

En la cuestión que narro, le pregunto al camarero de quién era aquella horrible y estridente “música”, que no nos permitía conversar sobre el café, al menos. Me dice, eso es alquilado, y no sé, porque está cerrado todavía. O sea, el sitio ni siquiera está en servicio público.

En la Plaza Vieja, comenta el mozo, sólo quedan otros dos sitios del Estado, la Cervecera del frente, y el Hotel de aquella esquina. Observo y ambos sonaban a todo dar su propio escándalo. Aquello, se suponía un atractivo hacia quienes debían elegirlos por su propuesta sonora-comercial. Todo un lastimoso espectáculo de especulación desordenada.

Pienso en los vecinos; me explican que hay una suerte de arreglo, los días de semana, hasta las 12 de la noche. Terrible, nada me consuela. Siento el privilegio de no vivir ahí. Mis amigos me observan mientras reflexiono. Un coterráneo expresa sabiamente, “quién le pone el cascabel al gato”.

Estamos conviviendo con la agresión sonora y no hay regulación efectiva para ello, a nivel de sociedad.

Pues, soy una mujer de paz y acción. Como lo que tengo más próximo es el reguetón del lado, apuro mi café y me acerco. Pregunto por el dueño, me presento. Le pido de favor, nos permita conversar un rato que estamos ahí, con los amigos. Quizá podría concedernos el privilegio de bajar un poco el sonido de la superbocina que tiene hacia el exterior del inmueble. Le explico algo sobre la convivencia, la armonía y el amor al prójimo, que no logro hacerle entender.

Sólo entonces, amablemente le digo, soy periodista, escritora de libros y que me ha dado una buena razón para interpretar el hecho. Estoy asombrada de que se nos impida disfrutar de la tarde. Me dice, desenfadadamente, que eso no le importa, que si le voy a pedirle lo mismo a los del Estado. Contesto, pues sí, si los tuviera a mi lado. Finalmente accede, de favor y me promete subir el volumen, interpreto una amenaza, cuando me vaya.

Agradezco y regreso a la mesa. El caballero -un típico nuevo dueño- me sigue hasta la mesa del Café de al lado y con cierta arrogancia nos expresa que él está en su derecho, pues pone la música que le gusta a su familia, con quien decidió compartir en 14 de febrero en el portal de “su” local. “Y a nosotros los jóvenes – que no lo es y ahora quiere ser simpático- nos gusta esa música. ¿Usted me entiende? Se disculpa -algo de reverenciar- y se marcha.

A partir de ahí, comenzamos a sentir el asedio de cómo intentaban, desde allí, poner otro reguetón -de los terribles- y subirlo poquito a poquito, “suave, suavecito”.

No hubo alternativa que seguir, retornar, sonreír, respirar, amar a la Patria. Hay muchas calles lindas en La Habana Vieja y lugares agradables al pasar.