Parque Central

La Habana (Prensa Latina) El Parque Central de La Habana está ubicado en lo que alguien llamó con razón 'la frontera silenciosa entre la ciudad vieja y la urbanización moderna'.

No siempre fue como luce hoy, un fresco entorno de senderos y pequeñas plazas interiores, con bancos de piedra, fuentes, pequeñas esculturas y floridos jardines.

Originalmente fue una polvorienta explanada situada más allá del perímetro amurallado de ciudad, bautizada como Plaza de Isabel II, que devino con el tiempo en principal polo urbanístico y cultural de la creciente urbe.

A pesar de haber sido concluido en 1877, tras la demolición de la Muralla de La Habana, ya desde mediados del siglo XVIII era habitual que algunos personajes de la época pasaran la noche de forma entretenida, en grupos de diverso carácter, capaces de desvelar a quién se propusiera esperar la llegada del nuevo día.

SUS DIVERSOS Y TRASNOCHADOS GRUPOS

Según cuenta el historiador, dramaturgo y periodista cubano Eduardo Robreño en su compilación de anécdotas habaneras tituladas Del pasado que fue, hacia la calle Zulueta, frente a donde se levantaba el teatro Albisu, se reunía una peña de músicos, presidida por el danzonero Raimundo Valenzuela, ídolo de la juventud cubana de finales del siglo XIX.

Mas allá, se juntaban corredores y bolsistas, quienes formaban un grupo escandaloso y gritón, al que llamaban burlonamente 'el Bolsín', recuerda Robreño.

Alrededor de la estatua de Isabel II, que coronó el parque hasta 1899, se agrupaban periodistas y literatos, quienes hacían verdadero derroche de chistes, agudezas y frases de ingenio.

Aunque la estatua fue reemplazada con justeza en 1905 por la del apóstol de nuestra independencia, José Martí, continuaron reuniéndose a su alrededor periodistas y literatos, sólo que ahora bajo la imagen augusta del Héroe Nacional cubano.

Más distantes se congregaban los chulos cubanos o 'guayabitos', llamados así por su aspecto sucio y mal vestir, a diferencia de sus competidores franceses, de apariencia refinada y aristocrática.

Hacia la acera del Prado, justo frente al café El Louvre, en los bajos del Hotel Inglaterra, era común ver reunidos a algunos jóvenes a los que la sociedad habanera denominaba 'tacos', calificativo que provenía de 'currutaco', sinónimo de presumido, por su elegante forma de vestir.

La famosa peña La Acera del Louvre, cuya fundación data del año 1862 era, según gustaba comentar Eduardo Robreño en esos propios portales más de siglo y medio después, 'una amigable agrupación de rebeldía y heroísmo, ingenio y simpatía, que recogía toda la vehemencia de aquellos muchachos ?un poco mosqueteros y donjuanes? que en número creciente estuvieron presentes en las gestas independentistas cubanas del 68 y del 95'.

Muy peculiar era también el grupo de 'charadistas' presidido por Emilio Valdés Sotoca, distinguido y culto abogado cubano, de elegante y correcto vestir, al extremo de no abandonar jamás su irreprochable levita inglesa.

Había también militares y empleados españoles, cuyas credenciales extendidas a estos últimos en el Ministerio de Ultramar no les imponía otros deberes que el de hacer 'chivos' y tomar el fresco en el Parque Central.

Era común ver algunos grupos, tanto de cubanos como de españoles, que se diseminaban por el parque sin una precisa ubicación diaria.

En los compuestos por españoles mayoreaban toreros 'de poca monta' que infructuosamente trataban de triunfar en Cuba y cómicos 'de la legua', generalmente sin contrata.

Entre los transeúntes errantes figuraban 'personajes' de las clases marginales de la sociedad habanera de fines del siglo XIX, entre los que destacaban borrachos callejeros y rateros, estos último a la caza de los 'durmientes bajo la luna', para llevarles los sombreros, que vendidos luego producían algunos centavos, o robarles los zapatos, una operación más difícil y arriesgada.

Habitual resultaba en esa época, que otros grupos bien diferenciados se dieran cita en diversos lugares próximos al Parque Central para también debatir, compartir ideas y polemizar.

Por ejemplo, alrededor año 1888, los redactores de los semanarios La Habana Elegante y El Fígaro, fundaron en el primer piso de la calle San Rafael, entre Prado y Consulado, el Braseri-Club, en el que se reunían habitualmente periodistas y escritores.

Otra tertulia cercana era la del balcony del teatro Tacón, que regularmente terminaba en acaloradas discusiones, entre críticas a las obras representadas y a los actores, alternadas con chismes de la farándula que nada tenían que ver con la puesta en escena.

CONCLUIDA LA VELADA

A las cinco de la mañana, cuando los panaderos concluían su labor, ataviados con pantalón, alpargatas, una simple camiseta y toalla al hombro, bajaban por el Prado hasta la Punta para tomar un confortante baño de mar, y comenzaba en el Parque Central el 'desfile en retirada' de tanto trasnochador.

Unos iban a sus casas, otros a la Plaza del Polvorín a comer churros o pescados, algunos desayunaban el café de Gumersindo, en Ánimas y Monserrate, mientras los menos iban a trabajar, apurando el paso para tomar el primer carro del tranvía, tirado entonces por caballos.

Unos cuantos tertulios del Parque Central marchaban a la Bodega de Alonso, una taberna barata ubicada en la esquina de Prado y Neptuno, cuyos dueños era dos ricos españoles, padre y tío de Alonso Álvarez de la Campa, uno de los ocho estudiantes de medicina injustamente fusilados por el gobierno colonial español el 27 de noviembre de 1871.

Precisamente en los jardines del Parque Central, además de las 28 palmas en alusión al día del natalicio del Héroe Nacional cubano, José Martí, están ocho simbólicas tumbas en forma de jardineras, con las cuales se rinde permanente tributo a aquellos jóvenes vilmente sacrificados en la flor de sus vidas.

El tiempo ha pasado pero, como antaño, aún es posible ver desde horas tempranas en el recién remozado Parque Central grupos de personas, disímiles y dispersos, que comparten animadas charlas, polemizan sobre algún tema de actualidad, predominantemente el beisbol, disputan en medio del bullicio citadino una partida de ajedrez, degustan sin recato un licor o están inmersos en algún arriesgado lance de amor.

En esa conjunción de casi siglo y medio está la verdadera valía del Parque Central, porque nada sería del emblemático si faltara en ellos la gente que los convierte en suyos y les da vida.