Niño cubano

No solo para ser felices vienen al mundo, también están dotados con la magia de regalar felicidad, de despertar sonrisas adormecidas, de hacer florecer los sueños. La inocencia les da un alma transparente, un corazón que desconoce los rencores, una envidiable lógica de la vida que apela a los sentimientos en su estado más puro, a la imaginación, al instante sublime y único donde querer es un instinto inaplazable que no requiere de interminables análisis de circunstancias.

Los niños son seres especiales, generadores incansables de energía vital, ávidos perseguidores de conocimiento, y sin saberlo, depositarios de toda la esperanza del mundo, como diría el Apóstol. Son un excepcional y frágil tesoro que, como todo lo realmente valioso, depende del más esmerado cuidado y la entrega sincera para poder existir.

No están exentos del dolor, y todo ser humano dotado de sensibilidad coincidirá en que no hay nada más desgarrador que la falta de la luz de la alegría en los ojos de un niño. ¡Cuántas de esas pupilas caminan hoy sin brillo sobre la tierra, devenidas en daños colaterales del actuar irresponsable de quienes debían protegerlas!

Pero esta Isla decidió que nunca más sería así; que los infantes nacidos bajo la libertad nuestra, no sufrirían jamás el desamparo.

Hoy, mientras en el mundo la pandemia recuerda lo mucho que aún falta por hacer para el presente y futuro de la infancia, en Cuba se manifiesta el valor del permanente desvelo de una nación por sus más tiernos retoños.

Es este un país que ha batallado de manera incesante para que, aun tras el necesario nasobuco, sigan prevaleciendo las inocentes sonrisas; para que 178 de los 197 niños infectados hayan podido vencer la enfermedad y los demás evolucionen de manera positiva; un país que no renuncia a su esquema de vacunación, pese a las circunstancias generadas por la covid-19; un país que, como ningún otro, entiende que niñez es una forma natural de personificar el amor.