Enrique Molina y Miguel Díaz-Canel

Sin enjugar aún las humedades que nos provocaran, hace apenas unas horas, las jugarretas de un virus aciago, vuelve a encajarse en el pueblo cubano otro dolor, el del adiós de Enrique Molina, actor de talla elevada que, desde la vida misma, era ya una leyenda.

El rumor de su fallecimiento comenzó hace unos días, cuando en redes, y en espacio real, se habló de su gravedad y su final deceso, mientras combatía a brazo partido el mal que le detuvo los pasos.

Tan sentida era la inquietud, tan manifiesto el temor, que el doctor Durán, en su conferencia de prensa, hizo la aclaración: «El actor Enrique Molina está vivo. Luchando por la vida, luchando con la enfermedad, pero vivo», dijo. «Y eso es salud».

En la pugna tensa por quedarse en el mundo, ganó la muerte, que arruinó sueños y proyectos que emprendería el «actorazo» –tal como decimos aquí–. Sin embargo, y a pesar de ello, hay un tipo de salud que no pueden quebrar ni las tinieblas mismas. De esa gozará eternamente Enrique Molina. 

Cierto es que instituciones, personalidades, familiares, amigos y seres comunes lamentan hoy su partida. Que se anuda la garganta cuando lo confirman los medios, después de albergar la esperanza de su mejoría. Pero otras verdades se imponen, y están dentro de nosotros.

Preguntémonos si dentro de sí no quedó para siempre aquel Silvestre Cañizo que nos desgarró y al que quisimos limpiarle las heridas, el personaje incólume a pesar del daño sufrido, el que supo proteger su espíritu…; si sus interpretaciones de Lenin, trabajo que lo satisfizo con creces, no fueron en extremo convincentes; si el Sixto visto recientemente en nuestras pantallas no era sino la encarnación misma de un personaje que se nos hizo aborrecible, de tan magníficamente interpretado.

Ese era el actor. Pero el hombre, el cubano intachable, el que recibiera a lo largo de su vida merecidos reconocimientos, entre ellos la Orden Félix Varela, colocada en su pecho recientemente de manos del Primer Secretario del Partido Comunista y Presidente Miguel Díaz-Canel, fue también un hombre cabal.

En una célebre entrevista dijo: «Me siento tan feliz de ser cubano que nada de lo que ocurra en este país me asusta ni me da miedo. Nada. Lo mismo un ciclón como si se vuelve a repetir otra vez Playa Girón. Nada me asusta, porque sé que de ahí uno va a salir».

¿De qué modo podría morir del todo quien pasó por la vida como lo hizo Enrique Molina? Quien lo dude no pudo haberlo conocido ni haber disfrutado su inmortal obra.