La COVID-19 levantó no solo alarmas sanitarias, científicas y sociales, sino ambientales y políticas. Aun en medio de la pandemia y otras crisis que afronta la humanidad, cuando está ante una real encrucijada y ve amenazado su futuro pero tiene la tecnología y los medios necesarios para afrontar y superar la crisis, persisten políticas de sanciones y la lógica del conflicto, guerras calientes y frías, comerciales y políticas, militares y financieras. Foto: Getty.

 

“Se tiene que poner feo antes de ponerse bonito”, es posible que le diga un albañil cuando comienza el duro proceso de demoler techos, descorchar paredes, desnudar y revestir arquitrabes, “destruir” y reconstruir una casa para que recupere estética y valor. Si usted tiene “conciencia patrimonial”, en una de esas grandes casas de los años veinte o treinta el proceso será más traumático –económica, física, logística, humanamente–, pero el resultado compensará los trabajos y los muchos días. Es una oportunidad de futuro.

A menudo pienso en esa frase, que una vez escuché, cuando leo las noticias y análisis diarios sobre la COVID-19 (disrupción social y económica, restricciones, distanciamiento y separación, cuarentenas, cierres de fronteras y de establecimientos de ocio y servicios, saturación hospitalaria, presupuestos familiares y sistemas nerviosos en quiebra…). Para salir de la crisis, antes “se ha tenido y se tendrá aún que poner feo”.

Igual sucede con la crisis climática y ambiental que vive el planeta, de la cual es parte la pandemia de los últimos cinco o seis meses. Se tendrá que poner “feo” antes si queremos tener la oportunidad de que vuelva a ser “bonito” este mundo o de que, al menos, mantenga el ya afectado equilibrio y la disminuida salud de sus sistemas naturales y –vía modos de vida y productivos más sostenibles– tengamos el chance de parar el deterioro e iniciar una lenta recuperación.

Si no se pone “feo” en el corto plazo (si no se actúa, si no hacemos el esfuerzo, si no salimos de nuestra zona de confort y nuestra burbuja social y tecnológica y asumimos el apremio, si no modificamos drásticamente enfoques y modos de consumo, rutinas y matrices de producción material y generación de energía, esquemas y concepciones de crecimiento económico y mercado, formas de relación con la naturaleza… un largo etcétera que implicaría que nuestro estilo de vida como individuos y sociedades sea muy diferente a lo que es hoy), puede ponerse “cada vez más feo” en el largo plazo.

Esas –“cada vez más feo”– son también palabras del albañil habanero que, en otras construcciones conceptuales, en otros escenarios, y relacionadas con la crisis climática y ambiental, han resonado por años en discursos, informes, alertas, advertencias y hasta ruegos –más perentorios cada año que pasa, hasta un clímax en 2019– de científicos, expertos, ambientalistas, estadistas, líderes mundiales como el secretario general de la ONU, António Guterres, o activistas como la adolescente sueca Greta Thunberg. Han sido cada vez más altos y claros desde hace nada menos que 30 años.

La COVID-19, la oportunidad y la posibilidad

Este Día Mundial del Medioambiente se celebra bajo el signo de la pandemia de COVID-19, una crisis como ninguna otra, a una escala totalmente global y sin precedentes en su alcance que ha trastocado la vida en el planeta en tiempo récord y en todos los frentes: sanitario; económico, financiero y comercial; científico, humano y social, estatal y privado, desde los viajes y la comunicación a lo psicológico y el ámbito familiar.

Cuando habían pasado semanas desde el inicio de la pandemia, en medio del parón económico –flota aérea mundial en tierra, fronteras cerradas y viajes suspendidos, carreteras vacías, ciudades detenidas y menor actividad industrial–, imágenes satelitales mostraban un descenso de la contaminación del aire y las emisiones a escala mundial.

Ciudades cuyos habitantes se han habituado al smog pudieron apreciar cielos más limpios, fueron noticia los canales de Venecia transparentes y llenos de peces apreciables a simple vista, playas y costas limpias en distintos puntos del planeta, el regreso de la vida silvestre a poblados y suburbios de grandes urbes… Un alentador escenario temporal en medio del trágico escenario de muerte, enfermedad y disrupción por la COVID-19.

La contaminación del aire causa siete millones de muertes anualmente en todo el mundo y cuesta más de 5 000 millones de dólares en pérdidas a nivel mundial, según un informe de la OMS en 2018. En contraste, cumplir con los objetivos del Acuerdo de París podría salvar alrededor de un millón de vidas anualmente para 2050 solo teniendo en cuenta la meta de reducir la contaminación del aire.

 

Ha sido, según Paul Monks, profesor de la Universidad de Leicester, en el Reino Unido, el mayor experimento a gran escala conocido en término de reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero. “¿Estamos viendo lo que podría ser el futuro si nos movemos hacia una economía baja en carbono? No podemos menospreciar la pérdida de vidas humanas, pero esta etapa pudiera dejar alguna esperanza aun en medio de algo terrible: mostrarnos lo que podemos alcanzar”, decía el académico.

Tanto la ONU como ONG internacionales, expertos y tanques pensantes llamaron a no dejar pasar la oportunidad latente en medio del desastre, a retomar la actividad y “reconstruir” en la postpandemia tomando en cuenta las señales ambientales y el aprendizaje que deja esta etapa, cambiando hábitos de producción y consumo con una visión circular, verde, sostenible.

En marzo, el World Resources Institute (WRI) consideró que “en la medida en que buscan dar un impulso a sus economías tras el brote de COVID-19, Gobiernos y compañías que consideren paquetes de estímulo tienen esencialmente dos opciones: pueden seguir congelados en décadas de insostenible desarrollo alto en carbono, contaminante e ineficiente, o pueden aprovechar la oportunidad para acelerar el inevitable cambio hacia sistemas de energía y transporte cada vez más asequibles y bajos en carbono, que traerán beneficios económicos a largo plazo.

“Esta segunda opción también permitirá luchar frontalmente contra dos crisis: la de la contaminación del aire y la de la emergencia climática”.

Con el descenso de la curva de contagios en algunos países –en medio de reales tensiones y un debate sobre el balance entre emergencia sanitaria, vidas y prevención de la enfermedad, por un lado, y por el otro empleo, crecimiento y actividad económicos, movilidad de países y sociedades–, llegan los desconfinamientos, el retorno al business as usual, lo de siempre o todo como antes: la prioridad vuelve a las cifras, a recuperar el tiempo y los beneficios perdidos, a la competitividad y la supervivencia de industrias y negocios.

“Capitalizar la oportunidad”, “recuperar con un legado sostenible”, “cambio”, “sostenibilidad”, la línea del WRI de que “la prosperidad del futuro requiere que los países reconstruyan mejor” o hacer que la inversión post-COVID-19 marque “una transición hacia un sistema limpio, con energías renovables y transporte verde que reduzcan la contaminación y las emisiones”, quedan en un segundo o tercer planos.

Un reciente estudio del Centro de Investigación en Energía y Aire Limpio (CREA, Centre for Research on Energy and Clean Air), revela que la contaminación atmosférica en China ha regresado a los niveles prepandemia luego de decaer ostensiblemente. (Un reporte del CREA señalaba que entre el 3 de febrero y el 1 de marzo, las emisiones de CO2 del país asiático habían disminuido en 25% debido a las medidas para contener el coronavirus).

Científicos han advertido que un rebote similar puede ocurrir pronto en Europa, luego del descenso apreciable de las emisiones durante la actual crisis sanitaria.

El estudio Global Burden of Disease Study 2017, compilado en 2018 por el Institute for Health Metrics and Evaluation (IHME) con datos de colaboradores de 145 países, advierte que a nivel mundial la contaminación del aire es responsable del 18% de las enfermedades derivadas de la diabetes, del 14% del cáncer de pulmón, del 34% de enfermedad pulmonar obstructiva (EPOC), del 11% de las enfermedades de corazón y del 7% de los infartos.

Según CREA, el costo económico de la contaminación atmosférica se estimó en 2.9 billones (millones de millones) de dólares en 2018, el 3.3% del PIB mundial, excediendo por mucho el costo probable de una reducción rápida del uso de combustibles fósiles. Un estimado de 4.5 millones de personas murieron en ese año por la exposición a aire contaminado por las emisiones fósiles, cuyos efectos en la salud fueron responsables de 1.8 billones de días de trabajo perdidos, cuatro nuevos millones de casos de asma infantil y dos millones de partos antes de término, “entre otros impactos que afectan los costos de atención médica, la productividad del trabajo y la seguridad social”.

La OMS estima que la contaminación del aire causa cada año alrededor de siete millones de muertes prematuras, el equivalente a 800 muertes cada hora. Más del 90% de las personas respira aire sucio, lo que provoca muertes y enfermedades a millones cada año.

Hace solo semanas, en abril, la Organización Meteorológica Mundial (OMM) informó que los efectos de la pandemia en la ralentización de la actividad humana, de transporte e industrial harán que en 2020 las emisiones de dióxido de carbono disminuyan 6% a nivel planetario.

La Agencia Internacional de Energía estima que en 2020 el mundo usará 6% menos de energía, la demanda mundial de carbón caerá en 8%. Las emisiones de CO2 disminuirán alrededor de 6%, equivalente a 3 000 millones de toneladas menos de ese gas que irán a la atmósfera. Han parado fábricas y aerolíneas, pero la mayor parte en esa caída de emisiones de CO2 corresponde al paro del transporte terrestre. Foto: Reuters.

 

Pero “es algo temporal que no hará desaparecer el cambio climático (…) No provocará ningún cambio inmediato en el clima y los fenómenos meteorológicos extremos seguirán aumentando. En los próximos cinco años se producirá de nuevo un récord de temperatura promedio mundial”, advirtió su secretario general, Petteri Taalas, quien pidió “actuar juntos en interés de la salud y la prosperidad de la humanidad, no solo durante las próximas semanas y meses, sino pensando en muchas generaciones futuras”.

“La crisis actual es una llamada de atención sin precedentes. Necesitamos convertir la recuperación en una verdadera oportunidad para hacer lo correcto en el futuro”, dijo Taalas.

La disminución de emisiones no responde a una caída sistemática o estructural, no cuenta frente a décadas de acumulación creciente y acelerada de gases de efecto invernadero (desde la Revolución Industrial unos 300 000 millones de toneladas de CO2 llegaron a la atmósfera, mayormente por la quema de combustibles fósiles).

Según el Instituto Scripps de Oceanografía, el consumo de combustibles fósiles tendría que disminuir aproximadamente 10% en todo el mundo durante un año para que la reducción pudiera reflejarse claramente en los niveles de CO2.

El descenso de los niveles de emisiones de gases contaminantes y de efecto invernadero (desde el dióxido de carbono al dióxido de nitrógeno y las partículas en suspensión o PM2.5) durante la crisis de la COVID-19 (caída del tráfico aéreo, autos y transporte público detenidos en ciudades y autopistas, menor actividad industrial) confirma el impacto de la actividad humana en la calidad del aire y el calentamiento global. Muestra, además, que sí es posible reducir ese impacto.

“La reducción de las emisiones como resultado de la crisis económica provocada por el coronavirus no sustituye acciones contra el cambio climático (…) Es demasiado pronto para evaluar las implicaciones para las concentraciones de gases de efecto invernadero responsables del cambio climático a largo plazo. Los niveles de dióxido de carbono en las estaciones de observación claves han sido, hasta ahora, más altos que en 2019”, señaló en marzo la Organización Meteorológica Mundial (OMM).

La experiencia ha demostrado que la baja de emisiones de gases durante las crisis tiende a ser temporal y es seguida por crecimientos cuando las economías y empresas regresan a la normalidad y buscan recuperarse en la poscrisis.

Tras la crisis financiera global de 2008, las emisiones globales de CO2 provenientes de la combustión de combustibles fósiles y de la producción de cemento aumentaron 5.9% en 2010, luego de un alza de 1.4% en 2009.

Todo apunta a que, luego de este “experimento a gran escala en términos de reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero” paralelo a la emergencia por la COVID-19, la actividad industrial y de transporte y otras que contribuyen a las emisiones y aceleran el calentamiento global antropogénico regresarán al business as usual.

A inicios de marzo, el secretario general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, calificó a la pandemia como “la crisis sanitaria mundial definitoria de nuestro tiempo” y afirmó que “crisis como la de COVID-19 tienden a sacar lo mejor y lo peor de la humanidad”.

Afortunadamente, ha brillado lo mejor del ser humano y lo visto y vivido refleja una capacidad de resistencia, de entrega y sacrificio, solidaridad, de creatividad y búsqueda de alternativas en medio del aislamiento que confirma que es posible el cambio imprescindible ante esta etapa y los enormes desafíos que afronta la humanidad.

En la cara oscura, la información tóxica, la “infodemia”, los promotores de las teorías de la conspiración y medicamentos milagrosos sin sustento científico, enemigos lo mismo de tratamientos válidos y una vacuna –porque de todo ha habido– que del necesario confinamiento y las medidas de distanciamiento social que se vieron obligados a implementar los Estados. Nunca ha sido tan clara la necesidad de información clara y documentada, de medios de prensa responsables y con profesionales especializados.

Queda mucho por descubrir, definir y confirmar sobre el coronavirus y los efectos de la pandemia, pero todos coinciden en que habrá un antes y un después.

Se especula sobre un escenario post-COVID-19 con cambios en las relaciones entre países y Estados, en modos de producción y consumo, en las relaciones sociales y personales, en las rutinas laborales y el mercado de trabajo, en el comercio y las cadenas de suministros internacionales buscando menor exposición a riesgos, en el control de fronteras y en los modos de viajar; incluso, de nuevos escenarios o ralentización en ciertas facetas de la globalización. Solo el tiempo permitirá una imagen más clara del paisaje que se conforma hoy.

Ha quedado comprobada la necesidad de sistemas de salud más universales y equipados para situaciones de emergencia, de sociedades más inclusivas y equitativas, con Estados más fuertes en capacidad de coordinar el esfuerzo y asumir el peso de las contingencias y la protección social.

De hecho, ha sido decisiva la intervención estatal para contener los contagios y muertes. Allí donde han fallado los Gobiernos –en los casos más alarmantes no por falta de recursos, sino por incapacidad de liderazgo o rigidez política, con faltas que van de la desatención o la excesiva represión a una negligencia homicida–, ha sido mayor el impacto de la crisis.

La Administración de Donald Trump –al frente de un país cuya presencia es vital en el esfuerzo mundial contra la COVID-19 y el consenso para mitigar el cambio climático– ha ido de iniciar en diciembre el retiro de esa nación del Acuerdo de París a politizar en los últimos meses la pandemia y continuar su ofensiva extemporánea contra el multilateralismo.

El último capítulo es el cese de su relación con la OMS, con lo que esta se ve privada de fondos principalmente destinados a operaciones humanitarias de salud “en todo tipo de entornos frágiles y complicados” –alertó Michael Ryan, director de emergencias de la organización–, que dan atención a los más vulnerables.

Todo esto, en un entorno de débil liderazgo mundial y precaria coordinación entre naciones, envía una señal negativa al mundo y genera más hostilidad, desconfianza y zozobra cuando más cooperación, consenso y certidumbre se necesitan para salir de esta y otras crisis.

Debilita y obstaculiza la gestión de la ONU y su sistema de agencias, que luego de la Segunda Guerra Mundial asumió el objetivo de mantener la paz y la seguridad internacionales y promover la cooperación para solucionar los problemas del mundo, y que es el ente con mayor representatividad y capacidad para liderar el esfuerzo global inclusivo y consensuado que requiere la actual encrucijada.

Según datos de la OMS, en los 15 países que emiten la mayor cantidad de emisiones de gases de efecto invernadero se estima que los impactos en la salud representan más del 4% de su producto interno bruto (PIB). Se calcula que las medidas para cumplir con el Acuerdo de París costarían alrededor del 1% del PIB mundial.

La actual pandemia ha reafirmado, además, que es cada vez más insostenible un orden económico y social de espaldas a la naturaleza. Pese a toda la tecnología generada por el ser humano, el desarrollo social, científico y económico de las últimas décadas, hay una realidad irrebatible: hay una relación indisoluble entre la salud humana, el futuro de la humanidad, y la salud de nuestro entorno natural, el planeta. Ignorarla equivale a la pérdida de futuro, o a un futuro impredecible en un mundo aún más inestable que el que hoy habitamos.

“Somos tan fuertes como nuestros sistemas más débiles. Así, apoyar de forma vital al mundo en desarrollo en el momento actual no es una cuestión de generosidad, sino de un interés propio fundamentado. El Norte mundial no puede derrotar al coronavirus si el Sur mundial no lo derrota también”. (António Guterres, secretario general de la ONU, a la BBC, en mayo de 2020)

Efecto dominó, puntos de no retorno y cambio sistémico

La actual pandemia dejará una huella en sociedades y memorias individuales, habrá un antes y un después de la COVID-19, pero pasará, aun cuando no haya certeza de plazos y exista la posibilidad de que el virus se convierta en endémico.

Muy distintos, y mucho más devastadores, son los escenarios posibles que se plantean por los efectos del sobrecalentamiento global producto del cambio climático antropogénico.

Cuando los científicos alertan sobre puntos de inflexión, críticos o de no retorno, se refieren a cambios en ecosistemas vitales para el equilibrio climático global que serían irreversibles y desatarían repercusiones que escaparían del control humano, en la forma de cadenas de eventos con efecto dominó que podrían impactar en otros sistemas naturales y harían difícil la vida en el planeta.

La reducción del hielo marino ártico, uno de los nueve “puntos de no retorno” sobre los que alertan los científicos. Foto: Getty.

 

A finales de 2019, un artículo publicado en la revista Nature por un grupo de expertos climáticos señalaba que nueve de los “puntos de no retorno” mencionados por el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC) pueden alcanzarse con solo un alza de la temperatura de entre 1 y 2°C respecto a los niveles preindustriales, algo que el Tratado de París y las subsiguientes COP (conferencias de las partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático) tratan de evitar buscando consensos, compromisos y acciones puntuales de los países para mantener entre 1°C y 1.5°C el alza de la temperatura media global respecto a los niveles preindustriales.

Según uno de los expertos, esos nueve puntos de no retorno ya están activos y muestran “evidencia de cambio, en muchos casos acelerado, en la dirección equivocada”.

Los “puntos” son la reducción del hielo marino ártico (se calienta dos veces más rápido que el resto del planeta); el derretimiento del permafrost (libera CO2 y metano, unas 30 veces más potente que el CO2); la ralentización del sistema de circulación de corrientes del Atlántico; las sequías más frecuentes en la selva amazónica (ha perdido casi 20% de área desde 1970); la mortandad de los corales de aguas cálidas, y la pérdida acelerada de hielo en zonas de la Antártida.

Según los autores, “hay suficientes evidencias científicas como para declarar un estado de emergencia planetaria”.

Un planeta sobrecalentado, con más de mil millones de desplazados por eventos climáticos extremos cada vez más frecuentes y el aumento del nivel del mar, con 100 días anuales de calor letal en grandes regiones (si la temperatura aumenta 3°C respecto a los niveles preindustriales, lo que es posible al ritmo actual de emisiones de CO2), con ecosistemas colapsados y biodiversidad en declive, escasez crónica de agua y de alimentos por irregulares regímenes de lluvias y crisis agrícola mientras se eleva la presión demográfica; en crisis de seguridad y gobernabilidad, crisis de movilidad, con modos de vida que hoy no llegamos a imaginar, epidemias más frecuentes, patógenos más resistentes… Un mundo en que lo globalizado sea la desarticulación.

Es un planeta posible, pero aún evitable con acción global coordinada y un cambio que ponga en la misma dirección de sostenibilidad modos de consumo individuales, políticas estatales, enfoques económicos y productivos y matrices de generación de energía.

En el último año vivimos fenómenos climáticos extremos como el huracán Dorian, récords de altas temperaturas y concentración de dióxido de carbono en la atmósfera terrestre, y los devastadores fuegos en la Amazonía y Australia, entre otros puntos del planeta.

Bosques mayormente tropicales, grandes reservorios o secuestradores de CO2, fueron destruidos: se perdieron millones de animales, hábitats vitales y reservas de biodiversidad, y esos “almacenes” naturales de CO2 se convirtieron en emisores netos del gas de efecto invernadero. No solo dejaron de absorberlo, sino que añadieron más a su concentración en la atmósfera.

En 2020, expertos han vuelto a advertir que se está acelerando la sexta extinción de vida salvaje en la Tierra. Lo que tardaría milenios en suceder en condiciones naturales, tomará solo décadas por la destrucción natural que generan algunas actividades humanas y miles de especies podrían desaparecer. Aquí también interviene el efecto dominó: la pérdida de algunas especies pone en peligro a otras que dependen de ellas. “La extinción genera más extinción”, dijo un científico.

El pasado mes de abril fue el más cálido de que se tiene constancia sin tener un episodio de El Niño. En mayo y junio, la tendencia continuará. (Organización Meteorológica Mundial, OMM, mayo de 2020)

El quinquenio 2015-2019 comprende los cinco años más cálidos de los que se tiene registro, y el período de 2010 a 2019 ha sido el decenio más cálido jamás registrado. A partir de los años ochenta, cada nuevo decenio ha sido más cálido que todos los anteriores desde 1850.

El nivel del mar ha aumentado desde que empezaron a realizarse mediciones mediante altimetría por satélite en 1993. El ritmo de subida de las aguas se ha acelerado principalmente por la fusión de los mantos de hielo de Groenlandia y la Antártida. En 2019, el nivel medio del mar a escala mundial alcanzó el valor más elevado de que se tienen datos.

Con la crisis de la COVID-19 se han hecho muy populares, en términos negativos, los murciélagos, por estar entre los posibles reservorios naturales del SARS–CoV–2 y otros virus. Los murciélagos –más de 1 200 especies, con una amplia presencia en el mundo– son importantes polinizadores (como las mariposas, los colibríes, las abejas y otros muchos insectos). Más de 200 de esas especies están en la lista roja (peligro de extinción) de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza.

Los virus están y han estado, siempre hallarán reservorios naturales. Los científicos concuerdan en que los murciélagos y otros reservorios no están trayendo los virus a nosotros, sino que las zoonosis están siendo causadas por la intrusión humana en áreas de gran biodiversidad, que, de paso, pone en riesgo los hábitats de esas especies.

Según datos de la ONU, por sus beneficios sobre los sistemas agrícolas y alimentarios, el aporte anual de los polinizadores a la economía mundial supera los 500 000 millones de dólares. Diminutas, pero claves en ese esquema natural (tres cuartas partes de los cultivos del mundo dependen de ellas), las abejas están hoy en peligro: sus colonias están disminuyendo a un ritmo alarmante como consecuencia de prácticas agrícolas intensivas, urbanización y eventos extremos generados por el cambio climático.

El área de bosque tropical perdido en todo el planeta aumentó el pasado año respecto a 2018, con el equivalente al área de una cancha de fútbol perdida cada seis segundos, según imágenes y datos recopilados por satélites. Cerca de 12 millones de hectáreas de cubierta boscosa se perdieron en los trópicos, incluidas cuatro millones de hectáreas de bosque lluvioso antiguo que almacenaba importantes cantidades de CO2 y daba refugio a especies animales. Foto: AP.

 

Una pandemia y un acelerado sobrecalentamiento global que muestran que la humanidad no tiene futuro viviendo de espaldas a la naturaleza. Ecosistemas que pueden llegar a un punto de quiebre y desatar un mayor desequilibrio climático y natural. Bosques que secuestraban CO2 de la recargada atmósfera y que una vez incendiados se convierten en emisores del gas. Especies vitales para la agricultura que están en peligro por las prácticas humanas y el cambio climático antropogénico. Más de la mitad de la población mundial viviendo en ciudades que generan más del 60% de la actividad económica y –por una matriz energética basada en combustibles fósiles– una proporción similar de las emisiones de gases de efecto invernadero.

Son contradicciones, desequilibrios, que necesita superar la especie humana para asegurar su existencia y la de otros casi nueve millones de especies que pueblan la Tierra, el único planeta a nuestro alcance, el que habitamos y cuyo equilibrio y condiciones para la vida hemos atacado negligente y temerariamente en las últimas décadas.

Nunca contó con más recursos, tecnología, conocimiento científico e información la humanidad que en el momento actual. Nunca hubo más conciencia ciudadana sobre la necesidad de cambiar las cosas, nunca fue mayor el movimiento mundial que exige políticas que nos aseguren un futuro sostenible.

El cambio sistémico es imprescindible para asegurar ese futuro e implica una transformación acelerada en la matriz energética hacia energías limpias y neutras en carbono; crecimiento económico e inversión en infraestructura sostenibles y verdes; patrones de consumo más racionales y adaptados a la nueva circunstancia. Será necesario un cambio drástico en mentalidades individuales y plataformas políticas, en prácticas de Estados y Gobiernos y en protocolos y escenarios de cooperación mundial.

Un mundo más inclusivo y equitativo, más en sintonía con el medio natural –que es la garantía de su subsistencia– implicará reacomodos en los estilos de vida: algunos deberán cambiar más que otros y el “nosotros” deberá ser visto por encima de fronteras y credos políticos, géneros, razas, comunidades, religiones y culturas.

La actual pandemia ha mostrado que, aun cuando son más golpeados los más vulnerables, todos pierden y la disrupción no distingue entre países ni sectores económicos ni clases sociales ni grados de desarrollo. Con la crisis climática y ambiental sería mayor la disrupción, y quizás irreversible la pérdida.
 

Aún es evitable un planeta en severa crisis ambiental. Los científicos insisten en las evidencias de peligro y en que aún no se ha cerrado la ventana de tiempo para el cambio. Contamos con los recursos y las tecnologías necesarios para una transformación sistemática que evite una crisis sistémica mayor, conformada por muchas crisis que tocarán cada parte de la vida humana. Foto: NASA.