Díaz-Canel y otras autoridades, presentes en el último adiós a los fallecidos. Foto: Ricardo López Hevia

Anoche la Fuente de la India llevaba un brazalete negro. Anoche la Fuente de la India, sentada en su trono, vio cómo se encendía La Habana. Una, cientos, miles… un sinfín de luces centellaron en las calles este viernes, seis días después de que el emblemático hotel Saratoga quedara en la memoria como el escenario fatal donde 46 vidas se perdieron para siempre.

Justo en frente de ese inmueble, en uno de los más populosos sitios capitalinos, Cuba estuvo en vigilia. Hasta allí llegó todo un pueblo. Ellos mismos, los que levantaron piedras en el polvo y sostuvieron las clavijas del Saratoga –sin pensar en el descanso o en el peligro de un segundo estremecimiento– volvieron, esta vez para dejar una flor, una luz, un último mensaje a quienes perecieron en el derrumbe.

Al abrazo desgarrado en que se fundieron las familias de los ausentes fue sumándose de a poco una fila humana, ininterrumpida, que bordeaba el Parque de la Fraternidad. Un padre se llevó las manos a la cabeza frente a la foto del hijo, una madre preguntó a toda voz por qué él y no ella; una hija se arrodilló desplomada; un hermano dejó caer las lágrimas que no pensó derramar tan pronto.

Otra vez Díaz-Canel llegó hasta el sitio del fatídico accidente. Volvió no ya para saber cómo iba la extracción de la pipa de suministro de gas ni cuántos desaparecidos quedaban, ni para preguntar cómo estaban los rescatistas, tal como hiciera los pasados días, sino que estuvo –vela en mano- para acompañar en el desconsuelo.

Sultán, el perrito salvado de entre los escombros, era acariciado en la velada por la nieta de su dueña, quien falleciera también el 6 de mayo. La joven pasaba su mano sobre la mascota, como si de esa forma prometiera a su abuela el recuerdo eterno.

Luego del cañonazo, más estremecedor que de costumbre, en una pantalla fue proyectado el intercambio que sostuvieran los primeros rescatistas y el puesto de mando del cuerpo de bomberos, al saberse del siniestro. Un sobrecogimiento compartido dio paso al minuto de silencio, solicitado para recordar y honrar a los fallecidos.  Cada ser acogió dentro de sí la imagen recurrente, el pensamiento propio, y guardó el instante para siempre, como señal de despedida y tributo. Cuba, a un tiempo, lo hizo y unió así, en un único gesto, una fuerza y un dolor colectivo. 

Aún sin sosiego por lo ocurrido, el fulgor de un país se alzó al unísono desde el parque y arropó a un mar de cubanos. Velas, linternas… todas procuraban iluminar.   

Todavía a medianoche, desde la Asociación Cultural Yoruba de Cuba, un claro resplandor podía vislumbrarse a través de las ventanas.  

Quienes no pudieron estar en esa velada solemne, desde sus casas o en los centros laborales también pidieron luz para las víctimas mortales del siniestro, y agradecieron desde lo hondo a quienes no cesaron en las labores para aliviar en lo posible el desastre vivido.

Frente al Saratoga tristemente desnudo, alguien ofreció unos versos; unos sus velas e inciensos; otros su corazón desfallecido. Cada cual, a su modo, todos para decir «te acompañamos hoy» o «estamos contigo».

Un marcado silencio recorrió la noche en La Habana. Mientras el sol se guardaba para darle paso a las luces, todo un pueblo lloró y elevó su voz por la paz de sus hijos. También lo hizo, sin duda, la Isla toda, presente allí, desde una falsa distancia, al estar, de punta a punta, acompañando y en vigilia. 

Al abrazo desgarrado en que se fundieron las familias de los ausentes fue sumándose de a poco una fila humana, ininterrumpida, que bordeaba el Parque de la Fraternidad. Foto: Ariel Cecilio Lemus

Al abrazo desgarrado en que se fundieron las familias de los ausentes fue sumándose de a poco una fila humana, ininterrumpida, que bordeaba el Parque de la Fraternidad. Foto: Ariel Cecilio Lemus

Al abrazo desgarrado en que se fundieron las familias de los ausentes fue sumándose de a poco una fila humana, ininterrumpida, que bordeaba el Parque de la Fraternidad. Foto: Ricardo López Hevia

Al abrazo desgarrado en que se fundieron las familias de los ausentes fue sumándose de a poco una fila humana, ininterrumpida, que bordeaba el Parque de la Fraternidad. Foto: Ricardo López Hevia