
¿Cuándo en verdad se fundó La Habana? La tradición insiste en afirmar que bajo una ceiba que se alzaba en el sitio donde se erigiría El templete, tuvieron lugar a primera misa y el primer cabildo que marcan la fundación de la villa, el 16 de noviembre de 1519.
Si nos atenemos a ese dato, la ciudad estaría celebrando ahora su 506 cumpleaños, pero la historia parece ser más antigua y sus orígenes se pierden en una oscuridad profunda. Algunos historiadores dan el 25 de julio de 1515 como la fecha de su fundación, mientras que otros, y parecer ser lo acertado, hablan del 25 de julio de 1514.
La villa se estableció originalmente en la costa sur, en un sitio no precisado que se ubicaría entre el oeste del Surgidero de Batabanó y la bahía de Cortés, y esa villa primitiva a la que se le dio el nombre de San Cristóbal, fue la sexta población que fundaron los españoles, y no la séptima, como se creyó durante mucho tiempo. Solo cuando quedó establecida en la costa norte, en tierra del cacique aborigen Habaguanex, es que comienza a llamarse, tal vez para diferenciarla de la otra, San Cristóbal de La Habana.
Se desconoce asimismo la fecha de ese desplazamiento, porque parece que en un momento coincidieron las dos Habanas; el traslado de la población del sur hacia el norte no fue una mudada organizada, sino un progresivo flujo de moradores. Ya en el norte, la ubicación primera de la ciudad se vinculó al río Casiguaguas o de la Chorrera, hoy Almendares, sin embargo, los habaneros renunciaron a la facilidad de la obtención del líquido y buscaron un nuevo asentamiento en una isleta que, a modo de península, se proyectaba sobre la bahía. Antes se había establecido en el fondo del puerto, en las proximidades del río Luyanó, donde hubo una aldea aborigen, y se trasladó a su asentamiento definitivo entre 1538 y 1540, cuando, por orden de Hernando de Soto, se construyó el primer castillo de la Fuerza, la llamada Fuerza Vieja.
La mejor y más lucida expedición
Precisamente con De Soto fue que España dio inicio a la práctica de otorgar el gobierno de la Isla a figuras no residentes en ella. Gracias a sus grandes influencias en la Corte, logró que se le designara, por espacio de cinco años, Gobernador de Cuba y también Adelantado de la Florida. Este último cargo era el que verdaderamente le interesaba, ya que pensaba encontrar en ese territorio, que daba entonces nombre no solo a la península, sino a una vasta zona del sur de Norteamérica, las mismas fabulosas riquezas halladas en México y Perú. Su empresa fue un fracaso y De Soto encontró la muerte (1542) en la aventura. “La mejor y más lucida expedición que hasta entonces había visto el Nuevo Mundo” dejó exhausta y despoblada a la Isla, pues el Adelantado llevó consigo 1 000 hombres de armas, 350 caballos, ocho navíos, una carabela y dos bergantines, así como todas las existencias de casabe, maíz, tocino y carne salada que encontró a su paso. En 1544, cuando llegó a La Habana la noticia de la muerte de De Soto, en seis de las siete villas del inicio de la colonización quedaban solo 1 749 personas, de las que únicamente 112 eran españolas. En la política colonial de la metrópoli, Cuba era desplazada por el virreinato de la Nueva España, sin embargo, escribe Eduardo Torres Cuevas, pronto la Corona se percató de su importancia estratégica creciente.
Una nueva ruta de navegación comenzó a consolidarse. En lugar de viajar contra la Corriente del Caribe —de Yucatán a Santiago de Cuba y La Española— para luego adentrarse en el Atlántico, resultaba más natural venir a La Habana y desde esta ciudad, con el impulso de la Corriente del Golfo, llegar a las costas occidentales de Europa. Un activo comercio se desarrollaba entre América y España, y Cuba estaba en el medio del itinerario, de modo que el puerto habanero adquiría una importancia fundamental para la defensa del imperio español, de lo cual también los enemigos de Madrid tomaron conciencia. Con motivo de las guerras entre España y Francia aparecieron los primeros corsarios en el mar de las Antillas: en 1536 una nave francesa apresó a tres navíos españoles a las puertas de La Habana y su tripulación incursionó luego en la villa, que carecía de defensas. Dos años más tarde otro corsario la redujo a cenizas, pero en 1542 los vecinos, atrincherados en La Fuerza, rechazaron al también corsario francés Roberto de Baal, quien había saqueado ya las ciudades colombianas de Santa Marta y Cartagena. No pudieron evitar los habaneros que, en 1555, Jacques de Sores se apoderara de la ciudad y la destruyera.
Las flotas
Entre 1537 y 1541 se organiza el sistema de Flotas y Armadas para la protección del comercio de Indias y La Habana se erige como punto de reunión de los convoyes. Pero será a partir de 1550 que crece el número de navíos que toca el puerto de La Habana: un documento de 1572 reconoce que se ha convertido en un puerto de gran escala que tocan las naves y las flotas procedentes de Nueva España (México) la Tierra Firme (Sudamérica) y Honduras, llave y puerta de embocamiento con el canal de las Bahamas y lugar de dotación y abastecimiento de las fuerzas de Florida. Paralela al comercio de las rutas oficiales, nace la ruta del contrabando, que lleva vida a otras zonas de la Isla marginadas del comercio legal.
España quiere consolidar la población de la Isla; lo necesita. Ya en 1520 emitió una real célula que amenazaba con la pena de muerte y la confiscación de bienes a todo aquel que abandonara el territorio insular, sin embargo, el gobierno colonial violaba sus propias leyes y promovía, como en el caso de Hernando De Soto, la incorporación de hombres a las expediciones que partían hacia el continente. En 1544 Juanes de Dávila intenta en serio detener el despoblamiento y el decrecimiento económico y pide dos mil pesos oro a cada vecino rico, a fin de fomentar la industria de los derivados de la caña de azúcar pero las clases vivas se oponen a la contribución. Su sucesor, Antonio de Chávez, persiste en el empeño de Dávila y decide fijar su residencia en La Habana. Aquí se instala asimismo Gonzalo Pérez de Angulo que lo sustituye y prosigue su intento de impulsar la industria de los derivados de la caña e insiste en la conveniencia de promover la extracción de cobre, mientras toma medidas para suprimir la servidumbre del indio. En 1556, en nuevo gobernador, Diego de Mazariegos, fija en La Habana la sede del gobierno de la colonia. tal como lo había dispuesto la Corona. Cinco años más tarde el sistema de la Flota de Indias quedaba establecido oficialmente. La villa se convierte en capital y será a partir de entonces una de las piezas más codiciadas por corsarios y piratas, lo que determinó su fortificación, un proceso que se extenderá a lo largo de tres siglos y que la transformará en la plaza fuerte del circuito comercial americano.
Mercado, garito, lupanar
Veinte años después de su asiento definitivo junto al puerto de Carenas, La Habana no era más que un pobre caserío que se extendía a lo largo de la orilla de la bahía, por la calle Tacón, desde el terreno yermo del fondo del actual Castillo de la Fuerza hasta el espacio que ocupa la Lonja del Comercio. Avanzó luego por las calles de Oficios y de Mercaderes, por su proximidad al sitio de desembarco de los bajeles. La calle Real o Muralla era la salida al campo y, por el norte una calzada —todo un paseo— conducía a la caleta de San Lázaro, desde donde se vigilaba la posible llegada de naves enemigas. Se extendía la ciudad también hacia el sur, camino de la ensenada de Guanabacoa.
Los primeros habaneros burlaban, mediante el contrabando, el férreo monopolio comercial que estableció la Península. Esto los obligó a la ilegalidad, la trasgresión y el irrespeto a la ley, en lo que influyó también de manera muy marcada que fuese su puerto el punto de reunión de la flota. Durante la segunda mitad del siglo XVI, no obstante figurar como “escala de todas las Indias”, La Habana era un pueblo pequeño, de escaso vecindario y acentuada pobreza; sus habitantes vivían en lo esencial del alquiler de sus casas y de la venta de bastimentos a tripulantes y pasajeros de los navíos surtos en puerto, embarcaciones que, de ordinario, oscilaban entre 19 y 30. Esa invasión, a veces prolongada de tripulantes y pasajeros, gente de diversas nacionalidades y hábitos relajados, convertían a La Habana en el mercado sabroso y lucrativo del libertinaje, dice un historiador y añade: “La capital, mercado, garito, lupanar, engullía oro y volcaba concupiscencia…”.
Progresa la urbe. En las calles Real, del Sumidero (O’Reilly) de las Rede (Inquisidor) y Basurero (Teniente Rey) las casas se edifican en línea, son de paja y cedro y disponen de una siembra de frutales. Nadie sale solo de noche, los perros jíbaros y los cimarrones hacen de las suyas y es irresistible la plaga de mosquitos. Los más ricos duermen en camas imperiales que importan de la Península y traen muebles de ébano y granadillo; se alumbran con velones que llegan de Sevilla y alimentan con aceite de oliva. Hay bailes y diversiones. El servicio de las mesas es de lozas de Sevilla, aunque hay también vasos y platos hechos de guayacán. El casabe se come a falta de algo mejor; gustan la carne de tortuga y el tasajo, el maíz se prepara de muchas maneras y el plato principal es el ajiaco, conjunto de carnes frescas y saladas cocidas jutas y en trozos, sazonadas con ají y coloreadas con bija. Los habaneros consumían entonces todos los años —se dice en las Actas Capitulares— 300 reses, “algunos” puercos, 52 pipas de vino de 18 arrobas cada una, 50 quintales de jabón…
Lo que entraba y salía
La historiadora Alicia García Santana considera que el crecimiento económico de la capital también fue posible porque pudo apropiarse del potencial productivo del territorio que mediaba entre las villas de Sancti Spíritus y Trinidad en el centro de la Isla y en el extremo occidental. De ahí salió la madera que se exportó a España y la que se utilizó en el astillero de La Habana. Cuba tuvo hasta comienzos del siglo XIX una fuerte industria naval; consta que entre 1724 y 1813 los astilleros de La Habana botaron al agua 49 navíos, 22 fragatas,7 paquebotes, 9 bergantines, goletas y 4 pontones, entre otras embarcaciones, y solo entre 1787 y 1806 el arsenal habanero enriqueció a la Armada española con 29 buques de guerra. Junto a esta industria se desarrollaron otras manifestaciones artesanales que aparte de cubrir el consumo interno, satisfacían necesidades de los viajeros y el mercado exterior, Cabe mencionar aquí rubros como la ganadería, el tabaco y por supuesto el azúcar.
Todo lo que entraba y salía de Cuba lo hacía por el puerto de La Habana. En 1717 se dicta el Estanco del Tabaco y en 1739 se crea la Real Compañía de Comercio de La Habana, que enriqueció a productores y comerciantes habaneros en detrimento de los del resto del país.
La situación cambió radicalmente en 1762, con la toma de La Habana por los ingleses. Los ocupantes abolieron el monopolio comercial español y abrieron el azúcar, el tabaco, la madera y otros productos a los mercados de Europa, mientras Cuba quedaba abierta a la producción inglesa. En 1763 salieron los ingleses de La Habana y ya nada fue igual. España no tuvo otra alternativa que la de eliminar las trabas económicas que frenaban el crecimiento de la colonia. En 1778 se aprueba el libre comercio con los puertos españoles habilitados al efecto.
Compacta y monumental
A partir de ahí La Habana siguió su curso a la vera de su bahía. La importancia política de Cuba, decía Alejandro de Humboldt, no radica en su extensión territorial ni en la admirable fertilidad de su suelo, sino en las ventajas que ofrece la posición geográfica de La Habana, y Emilio Roig apunta que es por La Habana por lo que Cuba, generalmente, ha sido conocida en el mundo. Durante casi toda la colonia, la historia de Cuba es la historia de La Habana. A los ingleses les basta con tomar La Habana y no se preocupan del resto de la Isla, Bolívar no alude nunca a la independencia de Cuba, sino a la independencia de La Habana…
Una ciudad que creció considerablemente en población y extensión y adquirió la fisonomía compacta y monumental que la caracteriza y cuyos valores históricos y arquitectónicos y su sistema de fortificaciones la convirtieron en Patrimonio de la Humanidad
Dueña del tiempo y la memoria es esta Habana, bulliciosa y parlera, tan bien apresada en los lienzos de René Portocarrero. Marítima, abierta y desprejuiciada, y también tímida, sobria, como escondida. Cruce de pueblos, enclave privilegiado.