El oráculo, de Roberto Diago. Foto: Diago, Roberto

 

Roberto Diago Querol es de esos pintores sobre los que hay que volver siempre la mirada. Al detenernos en su obra no solo celebramos la cosecha de un artista de vanguardia e indudables méritos en el oficio, sino también nos felicitamos por contar con una visión fecundante de la cubanía.

En el centenario de su nacimiento, el 13 de agosto de 1920, en La Habana, convendría detenernos en algunos de sus cuadros emblemáticos que para suerte nuestra forman parte de la colección del Museo Nacional de Bellas Artes: Abanico (1945), en cuyo centro un penacho de plumas de pavorreal nos remite a la imaginería popular de signos y mitos heredados de los ancestros africanos; y El oráculo (1949), que empata con el surrealismo de marcado sabor tropical cultivado por Wifredo Lam, aunque con personalísimo cuño.

Es que para Diago pintar nunca fue un acto desligado del entorno cultural, en conceptos y sentimientos arraigados, de donde emergió una impronta creadora con la que dio respuesta a la inquietud de ser fiel a sí mismo.

El ejemplo por excelencia se tiene en la Virgen del Cobre (1946), de notable fuerza expresiva y sugerente composición. Pudiera decirse que es una pieza con sonido propio, en la que se aúnan las cadencias del danzón y los toques de santos, metáfora esta para nada lejana del linaje de un pintor vinculado a una de las familias más aportadoras a la cultura musical de la nación. Sobre el cuadro, el crítico Orlando Hernández ha dicho: «Es en la atmósfera ingenua, ornamental y festiva que envuelve y magnifica a esta virgen mulata, donde mejor se expresa ese sustrato de conciencia o etnosicología  cubana –no necesitado ya del prefijo afro– que informa nuestras más auténticas creaciones culturales».

Diago matriculó en la Academia de San Alejandro en 1936 y un año después se asoció al Estudio Libre de Pintura y Escultura, lo cual lo puso en contacto con la vanguardia cubana de la época. En el año 1944 llama la atención a críticos y coleccionistas, por su exposición de pinturas y gouaches en el Lyceum de La Habana. En este mismo año comenzó su trayectoria internacional al calificar para la exposición Modern Cuban Painters, en el Museo de Arte Moderno de Nueva York.

Sucesivamente participó en muestras internacionales en México, Estados Unidos y Venezuela. Al romper la década de los 50, su lenguaje se fue decantando aún más en formulaciones cercanas a la abstracción, como observaron los asistentes a una muy celebrada exhibición suya en Washington. Quién sabe cuánto más hubiese dado de sí el artista de no morir accidentalmente en Madrid en 1955, con apenas 34 años de edad.

El pintor era hijo de Virgilio Diago, quien llegó a ser concertino de la Sinfónica de La Habana, fundada por Gonzalo Roig. Se casó con Josefina Urfé, hija de José Urfé, autor del célebre danzón El bombín de Barreto. La tradición pictórica continuó en la tercera generación, pues su nieto, Juan Roberto Diago Durruthy, es uno de los más representativos e importantes artistas cubanos de la hora actual.

Se impone revisitar la obra de Roberto Diago Querol, como ejercicio de reconocimiento, respeto y apreciación de la cultura cubana y sus más elevados valores.