Hay hombres que se llaman Cuba

Al menos dos decenas del medio centenar de voluntarios que partieron hacia el norte de Italia —un país del Grupo de los 7, es decir, de los más ricos del mundo, en su mitad más rica, que es, paradójicamente, la más afectada por la pandemia de coronavirus—, estuvieron hace apenas cinco años en África Occidental, en países extremadamente pobres, peleando contra el ébola. Ese dato, que no es una simple coincidencia, me llenó de orgullo; son seres humanos que no se cansan de arriesgar sus vidas para salvar la de otros, en el barrio pequeño y en el grande, porque todos compartimos el mismo planeta. Martí y Fidel nos lo enseñaron: Patria es Humanidad.

Reuters habló con dos de ellos (y el New York Times reprodujo el despacho noticioso): "Miedo tenemos todos. Pero hay una tarea revolucionaria que cumplir, el miedo se controla y se pone a un lado", dijo el doctor Leonardo Fernández, de 68 años, y me parece ver como sus ojos se achican al añadir: "Quién diga que no tiene miedo es un superhéroe y nosotros somos médicos". El doctor Graciliano Díaz Bartolo, de 64 años, reiteraba la disposición colectiva: "Para mí esta colaboración constituye un reto y para la medicina cubana aún más. Vamos a cumplir una honrosa tarea, basada en el principio de la solidaridad". Reproduzco las viñetas de esos dos hombres “comunes”, tal como aparecen en mi libro Zona roja (2016). Entonces tenían 63 y 59 años, respectivamente. A uno lo hallé en Monrovia, la capital de Liberia; al otro en Conakry, la vecina Guinea. No he vuelto a encontrarme con el doctor Leonardo; en cambio, sé que el doctor Graciliano tuvo tiempo de cumplir, después del ébola, otra misión en Haití.

Yo aprendí a valorar la Revolución fuera de Cuba
Doctor Leonardo Fernández

Con sus 63 años, es uno de los especialistas de más edad en la misión y un referente para los jóvenes. Su apariencia circunspecta no ofrece indicios del muchacho que fue, de pelo largo y rebeldía rockera. Pero algo lo delata, quizás su sonrisa, o esos ojos pícaros que se achican al hablar.

“En Nicaragua fue donde me hice revolucionario. Cuando tenía 17 años, no se podía oír una canción de los Beatles, ni ir a un bar o estar en la calle hasta tarde en la noche. Y a pesar de que mi familia había pertenecido al Movimiento 26 de Julio, que mi papá y mi hermana estuvieron en la Sierra, yo era un rebelde, no entendía. Me gustaba el rock y tenía el pelo largo. Pero me había educado en los principios de la Revolución y un día me dijeron: hay esta situación; levanté mi mano y arranqué. Y aprendí a valorar a Cuba. Yo aprendí a valorar la Revolución estando fuera de Cuba”.

Fue su primera misión, en 1979, a un mes del triunfo de la Revolución sandinista. Daniel Ortega lo comisionó como médico personal del líder de la contra Steadman Fagoth Muller, y se radicó en Puerto Cabezas, hasta 1981. Recordé, cuando me lo contaba, que en 1999 yo entrevisté a Fagoth en su hacienda del río Coco, y me habló de los médicos cubanos: del que lo trató gratis y bien en Nicaragua, y del que lo operó en los Estados Unidos y le cobró 18 000 dólares.

Después, en Cuba, el doctor Fernández hizo las especialidades de Terapia Intensiva y Medicina Interna. No volvió a salir de inmediato. “Nunca me anoté en aquellas bolsas de colaboradores, me parecía un absurdo. Hasta que Fidel hizo un llamado a los médicos para ir a los Estados Unidos, cuando el huracán Katrina —no olvida el encuentro con Fidel en el coliseo de la Ciudad Deportiva—. Fuimos seleccionados entre los primeros 150. Después creció hasta 1500 la brigada”.

Sin embargo, el gobierno norteamericano no aceptó el ofrecimiento. Pero el terremoto en Paquistán y las inundaciones en México y Guatemala hicieron que el contingente se dividiera en tres:

“A mí me tocó salir para Pakistán, con un primer grupo en su mayoría de médicos militares y algunos civiles con cierta experiencia en eventos de este tipo. Estando allá, Bruno Rodríguez pidió nuestra disposición para seguir directo hacia Timor Leste. Fui de los que dijo que sí, levanté la mano pensando en que no iría, porque ya regresaba a Cuba, y me seleccionaron. En Timor Leste estuve dos años. Después vino el terremoto de Haití y pidieron voluntarios. Cuando hablan de voluntarios, levanto mi mano y después pregunto para qué. Allí inauguré la terapia intensiva en campaña”.

Todavía le alcanza el tiempo para cumplir una misión “normal” en Mozambique, por dos años. Pero la prueba más difícil vendría con la epidemia del ébola. Sin embargo, le resta importancia:
“Mira, el impacto mediático de esta misión, la propaganda que se ha diseminado por Facebook, por Internet, ha hecho que algunos de nosotros pensemos que hemos hecho algo extraordinario, que nos asumamos como héroes. Yo pienso que nosotros hemos cumplido con un deber, con una ética revolucionaria y con una ética médica. ¿Qué diferencia hay con los que están en la selva de Brasil?, ¿qué diferencia hay con los que están en la selva de Venezuela, que están solos en comunidades indígenas durante meses?, ¿qué diferencia hay con los que están en aldeas de África? Yo tengo la suerte de haber conocido parte de África. Yo viví, por ejemplo, en la capital de Mozambique, trabajaba en una Terapia Intensiva provincial, pero había compañeros que vivían en la frontera, en la selva, con temperaturas de 48 grados… ¿Cuál es la diferencia? La diferencia es que esta fue una misión internacional muy conocida, mediática, a la que se le daba la importancia que tiene, porque de verdad que hay que tener pantalones para decir voy y enfrentarlo, es innegable, pero era una tarea más. Yo había oído hablar del ébola, conozco el África, había atacado fiebres hemorrágicas en Mozambique, y levanté la mano, y acá estoy. Nada del otro mundo. Es la vida. Mientras tenga fuerzas y me acepten, voy a donde tenga que ir”.

Los hombres como él no abandonan
Doctor Graciliano Díaz Bartolo

Es un santiaguero parsimonioso, servicial. El camino de su vida no fue llano, pero sí recto: él sabía a dónde deseaba llegar. Tiene 59 años, una esposa que es educadora de círculos infantiles, cuatro hijas, todas universitarias —una es licenciada en Higiene y Epidemiología, otra es abogada, la otra socióloga y la más pequeña estudia el tercer año de Medicina—, y tres nietos. Primero se hizo técnico en electromedicina, en 1972; reparaba los equipos del salón, los de oxígeno y los de terapia. Era hábil, pero soñaba con más. De 1978 a 1984 estudió Medicina, y fue fundador —después de los ocho de Lawton— del Plan del Médico de la Familia, en la provincia de Granma. Hizo la especialidad en 1988. Su primera misión, en 2002, fue en Bolivia:

“Eso fue antes de que Evo ganara las elecciones, durante el llamado octubre negro, a partir de un conflicto interno que hubo en ese país en el que murió mucha gente. Estuvimos trabajando en la zona de La Higuera, en Vallegrande. Fue una misión muy hermosa, porque fuimos los primeros médicos en llegar a ese país, a esa zona, después de que se exhumaran los restos del Che. Nos tocó hacer varias cosas, incluso filmar una película y un documental junto a la actriz cubana Isabel Santos. Éramos tres médicos y recorrimos toda la zona de Vallegrande, muchos lugares por donde el Che estuvo, una zona muy pobre, sin fluido eléctrico. Allí estuvimos 25 meses. Conocí a Chato Peredo, hermano de Inti, fueron muy emotivos todos los encuentros.

Sin embargo, en Guinea vivió su experiencia internacionalista más larga e intensa como médico. Desde el 25 de julio de 2011 fue uno de los 15 médicos generales que desarrollaban el llamado Programa Integral de Salud en seis regiones del país, antes de que apareciese el ébola: Labe, Kankan, Faranah, Mamou, Boké y Conakry. El doctor Graciliano seguiría los pasos de los internacionalistas de los años 60 y 70, primero en Vallegrande y luego en Boké, muy cerca de la frontera con Guinea Bissau, donde residían los médicos guerrilleros cubanos que peleaban a las órdenes de Amílcar Cabral. A mediados de 2012 sería trasladado a Conakry, como jefe de la brigada. En 2014, cuando ya se avizoraba el regreso a Cuba, irrumpe la epidemia de ébola. Recuerda un momento dramático:

“Un lunes por la mañana llegué al hospital Donka, a la sala de Medicina Interna donde yo trabajaba, y me encontré que solo había un enfermero y cuando pregunté por los médicos y los internos, es decir, por los estudiantes de Medicina, me dijeron que ninguno estaba, que el jefe de servicios se había reunido en la primera planta con algunos de los especialistas, porque el jefe del cuerpo de guardia del hospital había muerto de ébola. La gente se negaba a trabajar, entonces el jefe de los servicios y yo tuvimos que atender solos a los pacientes de la sala, protegernos bien —en Cuba habíamos recibido alguna preparación y aquí también— y llamar a las personas que por entonces se especializaban en esos casos, de Médicos sin Fronteras, para que atendieran a los pacientes sospechosos de tener ébola en la sala. El miedo siempre existe, jamás nos abandona, hemos tenido que ser valientes para enfrentar una enfermedad que no conocíamos en un medio tan hostil desde el punto de vista higiénico sanitario, en el que no hay percepción de riesgo”.

Su experiencia en el país y su aprendizaje autodidacta del francés acriollado de los guineanos, resultaban muy útiles a los recién llegados médicos y enfermeros del contingente Henry Reeve que a partir de octubre de 2014 enfrentarían la epidemia del ébola. Aunque ya le tocaba el regreso a casa, accedió a integrar la nueva brigada como segundo jefe. Conocí al doctor Graciliano en marzo de 2015, en la Unidad de Tratamiento al ébola de Coyah, y en varias ocasiones nos sirvió de traductor. En esos días decidió posponer, una vez más, el regreso a Cuba, porque el presidente de Guinea pedía que los cubanos que estuviesen dispuestos permaneciesen un mes más, después de cumplidos los seis acordados con la OMS. Y fue precisamente en ese último mes que sufrió el infarto. Pero se recuperó, e hizo su convalecencia poshospitalaria bajo el cuidado de sus compañeros y colegas, y de Maité y Daffne, en la residencia de la embajadora. Los hombres como él no abandonan su puesto.